En la década de los 70 del siglo pasado, Mario Vargas Llosa llegó a Londres cargando en su equipaje el sambenito de “traidor”. Había roto con el “espíritu revolucionario” de su generación por los dichos y los hechos de Fidel Castro en Cuba, como el maltrato a los homosexuales y el encarcelamiento del poeta disidente Heberto Padilla, “propios de un dictador”, y su desencanto lo hizo público a través de un manifiesto “sin ataduras políticas”. La reacción del mundillo literario no se hizo esperar y fue iracunda. Así que, dolido por toda “la mugre” que muchos esparcieron sobre él, el escritor peruano se refugió en la capital británica, sobre todo, entre amigos de tinta y papel.
En sus años de estudiante en la Universidad de San Marcos, el autor de La ciudad y los perros militó en una célula comunista, donde simplemente era “el compañero Mario”. “Fue allí donde recibí mis primeras lecciones de marxismo, en unos grupos de estudio clandestinos, en los que leíamos a José Carlos Mariátegui, Georges Politzer, Marx, Engels, Lenin, y teníamos intensas discusiones sobre el realismo socialista y el izquierdismo, ‘la enfermedad infantil del comunismo’. La gran iración que sentía por Sartre, a quien leía devotamente, me defendía contra el dogma —los comunistas peruanos de ese tiempo éramos, para decirlo con una expresión de Salvador Garmendia, ‘pocos pero bien sectarios’— y me llevaba a sostener, en mi célula, la tesis sartreana de que creía en el materialismo histórico y la lucha de clases, pero no en el materialismo dialéctico, lo que motivó que, en una de aquellas discusiones, mi camarada Félix Arias Schreiber me calificara de subhombre”, cuenta en La llamada de la tribu, su “autobiografía intelectual”.
Vargas Llosa abandonó ese grupo universitario cuando el calendario de 1954 estaba a punto de expirar. “Pero seguí siendo, creo, socialista, por lo menos en mis lecturas, algo que, luego, con la lucha de Fidel Castro y sus barbudos en la Sierra Maestra y la victoria de la Revolución Cubana en los días finales de 1958, se reavivaría notablemente. Para mi generación, y no solo en América Latina, lo ocurrido en Cuba fue decisivo, un antes y un después ideológico. Muchos, como yo, vimos en la gesta fidelista no solo una aventura heroica y generosa, de luchadores idealistas que querían acabar con una dictadura corrupta como la de Batista, sino también un socialismo no sectario, que permitiría la crítica, la diversidad y hasta la disidencia. Eso creíamos muchos y eso hizo que la Revolución cubana tuviera en sus primeros años un respaldo tan grande en el mundo entero”, explica en su nuevo libro.
Un nuevo camino ideológico
En el otoño de 1962, el hombre que desde hace tres años sucumbió por completo a la civilización del espectáculo llegó a Ciudad de México como enviado especial de la Radiotelevisión sa para cubrir una exposición que el país galo había organizado en el Bosque de Chapultepec. Su estancia ahí fue más corta de lo que esperaba porque, con el estallido de la “crisis de los misiles”, el reportero tuvo que viajar de inmediato a La Habana. “Cuba vivía una movilización generalizada temiendo un desembarque inminente de los marines. El espectáculo era impresionante. En el Malecón, los pequeños cañones antiaéreos llamados bocachicas eran manejados por jóvenes casi niños que aguantaban sin disparar los vuelos rasantes de los Sabres norteamericanos y la radio y la televisión daban instrucciones a la población sobre lo que debía hacer cuando comenzaran los bombardeos”, recuerda.
En la década de los 60, el escritor viajó un total de cinco veces a la isla e, incluso, militó en un comité de apoyo internacional a Fidel Castro y en un grupo de “artistas revolucionarios” llamado “El Puente”. Las decepciones con el régimen, sin embargo, no tardaron en acumularse: el internamiento de homosexuales “en una especie de campo de concentración”, los límites a la libertad de opinión y de acción. En 1971, finalmente, Mario Vargas Llosa se deslindó de Cuba y empezó a notar el distanciamiento de varios de sus amigos. “Un rasgo muy latinoamericano es que es muy difícil mantener la amistad en la discrepancia política. Eso prueba que todavía somos bárbaros”, afirma como para tratar de entender el hecho de que, en aquel momento, muchos lo relegaran. Y por eso, entre otras cosas, ya instalado en Londres, no le fue difícil redireccionar su camino ideológico y abrazar el liberalismo a través de la lectura de las obras de sus principales exponentes.
Otra tradición del pensamiento
En La llamada de la tribu, Vargas Llosa perfila, analiza, discute y relaciona con su vida a autores como el escocés Adam Smith, el español José Ortega y Gasset, los austriacos Friedrich Hayek y Karl Popper, el francés Raymond Aron, el letón (nacionalizado británico) Isaiah Berlin y el también francés Jean–François Revel, quienes le mostraron “otra tradición de pensamiento que privilegiaba al individuo frente a la tribu, la nación, la clase o el partido, y que defendía la libertad de expresión como valor fundamental para el ejercicio de la democracia”, en contraposición a los principios del marxismo y del socialismo aplicados en Cuba y la Unión Soviética.
“No lo parece”, dice al principio del volumen, “pero se trata de un libro autobiográfico. Describe mi propia historia intelectual y política, el recorrido que me fue llevando, desde mi juventud impregnada de marxismo y existencialismo sartreano, al liberalismo de mi madurez, pasando por la revalorización de la democracia a la que me ayudaron las lecturas de escritores como Albert Camus, George Orwell y Arthur Koestler. Me fueron empujando luego, hacia el liberalismo, ciertas experiencias políticas y, sobre todo, las ideas de los siete autores a los que están dedicadas estas páginas”.
Lo que diferencia a este libro de sus memorias (El pez en el agua) es que aquí el protagonismo no lo tienen las vivencias del autor, sino las lecturas que han moldeado su forma de pensar y de ver el mundo en los últimos cincuenta años. Al igual que hizo Edmund Wilson en Hacia la estación de Finlandia, rastreando la evolución de las ideas que forjaron el socialismo hasta detonar la Revolución Rusa, el Nobel hispanoperuano ha trazado una cartografía de los pensadores liberales que le ayudaron a desarrollar un nuevo cuerpo de ideas después del gran trauma ideológico que supuso el desencanto con la Revolución Cubana y el distanciamiento de las ideas de Jean-Paul Sartre, el autor que más lo había inspirado en su juventud.
Pero La llamada de la tribu también parece ser una aclaración a todos aquellos que, para denostarlo, muchas veces lo llaman “escritor de derechas”. Porque para él “ser liberal no es ser de derechas. Uno de los grandes éxitos de la izquierda ha sido convertir la palabra liberal en un insulto. Hasta mis asesores, cuando yo era candidato a presidente del Perú, me pedían que no mencionase el liberalismo. Decían que así perdíamos votos. La izquierda ha logrado identificar a los liberales con los conservadores, lo cual es falso. Los conservadores quieren mantener el pasado. Un liberal opina que el progreso está en el futuro. Además, los conservadores suelen ser religiosos. El liberalismo defiende el Estado laico y, por lo tanto, la libertad moral individual: el matrimonio gay, el aborto, la legalización de algunas drogas. Un liberal cree en la igualdad de oportunidades, no en una sociedad de clases”, sostiene.
La solidaridad y el egoísmo
Adam Smith, asevera Vargas Llosa, no solo es el padre de la economía liberal. Smith quería desarrollar una ciencia del hombre y explicar, en todos sus aspectos, el funcionamiento de la sociedad. Su primer libro, La teoría de los sentimientos morales, se hacía una pregunta que sigue siendo tan relevante hoy como en el siglo XVIII: “¿a qué se debe que la sociedad humana exista y se mantenga estable y progrese con el tiempo, en vez de desarticularse debido a las rivalidades, intereses opuestos y a los instintos y pasiones egoístas de los hombres?” Para responderla, Smith no se basa en la razón, sino en la imaginación moral del ser humano y en su natural actitud de simpatía hacia el otro, que permite establecer vínculos y solidaridades recíprocas. No obstante, la gran aportación de Smith en su libro más famoso, La riqueza de las naciones, fue demostrar que el motor del progreso social y económico no era la solidaridad sino el egoísmo. No es un impulso solidario el que llevaba víveres y mercancías a los mercados, sino el propio interés de cada comerciante. La suma de estos esfuerzos individuales, sin embargo, genera sistemas de cooperación espontáneos, no planificados, que aumentan la riqueza de las sociedades y forjan vínculos que las hacen más estables. Eso sí, dos requisitos son indispensables para que funcione el mecanismo: libertad y propiedad. “Fue insólita la revelación de que, trabajando para materializar sus propios anhelos y sueños egoístas, el hombre común y corriente contribuía al bienestar de todos. Esa ‘mano invisible’ que empuja y guía a trabajadores y creadores de riqueza a cooperar con la sociedad fue un hallazgo revolucionario y, también, la mejor defensa de la libertad en el ámbito económico”, especifica el Premio Nobel de Literatura 2010.
Con la obra del filósofo español José Ortega y Gasset, Vargas Llosa da un salto al siglo XX, específicamente a los años previos al apogeo de las ideologías totalitarias y al clima intelectual que propició la Guerra Civil española. Ortega vivió este sisma ideológico sin optar por los extremismos de izquierda ni de derecha y trató de mantener la cabeza fría en un momento en el que un nuevo actor social, las masas, irrumpían con fuerza ciclónica en el campo de la política y de la cultura. Su pensamiento, aunque radical, no fue dogmático. Se opuso al nacionalismo, promovió la integración europea, examinó la reacción del nuevo público ante las formas deshumanizadas, juguetonas, irónicas y autónomas del arte moderno, y analizó las consecuencias políticas y culturales que traería la disolución de las élites en el magma amorfo de las masas. Su gran preocupación fue que el individuo acabara absorbido por estos movimientos multitudinarios, restándole protagonismo y capacidad de decisión en la vida pública. “Aunque nunca llegó a sintetizar su filosofía en un cuerpo orgánico de ideas, Ortega y Gasset, en los innumerables ensayos, artículos, conferencias y notas de su vasta obra, desarrolló un discurso inequívocamente liberal, en un medio como el español en el que esto resultaba insólito —él hubiera dicho radical, una de sus palabras favoritas—, tan crítico del extremismo dogmático de izquierda como del conservadurismo autoritario, nacionalista y católico de derecha”, resume el también autor de La tía Julia y el escribidor.
Camino de servidumbre
Aunque Friedrich Hayek tuvo una brillante carrera como economista, e incluso fue reconocido con el Premio Nobel en 1974, su obra desborda el campo de las ecuaciones y los números y se impregna de preocupaciones filosóficas y políticas. Su gran enemigo fue la planificación centralizada de la economía, una empresa que para Hayek no solo era imposible (“¿cómo recoger suficiente información sobre la actividad económica, intereses y necesidades de toda una sociedad, para organizar la producción de mercancías?”), sino que confería un enorme poder al Estado. Se empezaba controlando la actividad económica del individuo y se terminaba controlando su vida. Ése era su gran temor y por eso todos los proyectos constructivistas que sometían la iniciativa individual a la visión de un partido o de una ideología, le produjeron desconfianza. Hayek advertía sobre el doble e inevitable fracaso al que conducían estas utopías, inspiradoras en el papel pero sin raíces en la realidad: el empobrecimiento de la sociedad y la restricción de las libertades individuales. Como Smith, Hayek defendió los órdenes espontáneos, aquellas iniciativas e instituciones que surgían de la libre interacción humana. “De sus tesis, la más conocida, y hoy tan comprobada que ha pasado a ser poco más que un lugar común, es la que expuso en un pequeño panfleto (luego convertido en libro) de 1944, The Road to Serfdom (Camino de servidumbre): que la planificación centralizada de la economía socava de manera inevitable los cimientos de la democracia y hace del fascismo y del comunismo dos expresiones de un mismo fenómeno, el totalitarismo, cuyo virus contamina a todo régimen, aun el de apariencia más libre, que pretenda ‘controlar’ el mercado”, subraya Vargas Llosa.
El miedo a la libertad
Exiliado en Nueva Zelanda debido a la irrupción del nazismo, Karl Popper se propuso contribuir a la derrota de las ideas totalitarias con la herramienta que tenía a mano: la filosofía. Su gran empresa intelectual y vital fue rastrear las fuentes de una idea que nutría las doctrinas marxistas y todas las utopías que vislumbraron un futuro ideal: punto de llegada hacia el cual debía encaminarse la humanidad. Popper llamó a esa idea historicismo. Su núcleo ideológico se caracterizó por entender la historia como un proceso evolutivo y coherente cuya dirección podía descifrarse y anticiparse. Todas las doctrinas historicistas tenían algo en común. Para ellas, el individuo era un simple accidente sin capacidad para alterar los acontecimientos que inevitablemente estaban destinados a ocurrir. Resultaban muy seductoras precisamente por eso: le permitían al individuo abdicar de la responsabilidad implícita en la libertad, para depositarla en el partido, la clase, la nación o un Estado que supuestamente cumplirá los designios de la historia. El gran problema de esta forma de pensar es que legitima los mayores atropellos en nombre de la Historia. Es una tentación que nos ronda permanentemente, la de volver a la tribu y plegarse a lo que ella determine, que Popper trató de desactivar mostrando sus huellas a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental. “Obra maestra absoluta, la gran novedad del libro [La sociedad abierta y sus enemigos] fue que Popper encontrara el origen y raíz de todas las ideologías verticales y anti democráticas en Grecia y en Platón. Es decir, en la misma cultura que echó los cimientos de la democracia y la sociedad abierta. El miedo a la libertad nace, pues, con ella, y fue nada menos que Platón, el intelectual más brillante de su tiempo, el primero en poner la razón al servicio del irracionalismo (el retorno a la cultura cerrada de la tribu, a la irresponsabilidad colectiva y al despotismo político, esclavista y racista del jefe supremo)”, destaca el sobreviviente del boom de la literatura latinoamericana.
A pesar de ser filósofo de formación, Raymond Aron ejerció una eficaz labor como intelectual público, matizando y contradiciendo las ideas de quien fuera el más famoso intelectual francés del siglo XX, Jean–Paul Sartre. Aunque fue un sartreano convencido en su juventud (“el sartrecillo valiente”, llegaron a apodarlo), Vargas Llosa confiesa en su nuevo libro que siempre sintió interés por este filósofo liberal, y que tan pronto se desilusionó del socialismo volvió a sus libros para sopesar de nuevo sus opiniones. Rara avis en el panorama intelectual francés, Aron no fue un chovinista patriotero (dijo que la descolonización de Argelia era inevitable), ni tampoco un marxista o un existencialista de izquierda fascinado con las revoluciones del Tercer Mundo. Se ganó la antipatía de la derecha por negarse a aceptar que un país democrático tuviera derecho a imponer su dominio en otros lugares, y el de la izquierda al denunciar el hechizo que el marxismo (“opio”, lo llamó) ejerció sobre los intelectuales, al punto de obnubilarlos ante los crímenes más atroces. A quienes más criticó Aron fue a los “compañeros de viaje”, entre ellos a Sartre y Merleau-Ponty, que usaron su portentoso intelecto para justificar los despropósitos cometidos en la URSS. En un tiempo de fervor izquierdista, Aron fue una de las pocas voces que en Francia mostraron que detrás de todos los espejismos ideológicos se estaba anulando la libertad. “En una época fascinada por el exceso, la iconoclasia y la insolencia, la sensatez y la urbanidad de Raymond Aron resultaban tan poco vistosas, tan en contradicción con el torbellino de las modas frenéticas, que incluso algunos de sus iradores parecían secretamente de acuerdo con esa fórmula malévola acuñada por alguien en los sesenta según la cual era preferible equivocarse con Sartre que tener razón con Aron”, puntualiza el también miembro de la Real Academia Española.
De todos los autores reseñados en este libro, Jean–François Revel fue el que más cerca estuvo de Vargas Llosa. Como otros, Revel también tuvo una rigurosa formación filosófica pero puso su talento como escritor e intelectual al servicio del periodismo. Implacable y mordaz, en sus artículos y ensayos criticó sin miramientos la fascinación e indulgencia de los intelectuales occidentales hacia los sistemas totalitarios, la escritura densa e incomprensible que dominó el panorama intelectual desde los sesenta, la profusión de teorías que campaban en el terreno de la literatura y el olvido de los datos y de la realidad en favor de la superstición ideológica. Uno de los grandes problemas que abordó fue el de la mentira. Según él, era ésta, y no la verdad, la que estaba rigiendo el mundo, y gran parte de la responsabilidad la tenían los intelectuales de Occidente. Cegados delante de la evidencia, se empeñaban en repetir, como si en realidad la aborrecieran, los errores que ponían en juego la libertad del individuo. Revel denunció el falso progresismo de las revoluciones tercermundistas y el impulso totalitario que animaba las aventuras políticas celebradas desde las universidades sas. Le preocupaba que los llamados a defender las libertades, fueran los más propensos a dejarse afectar por los cantos de sirena. “Para Revel no había duda alguna; si la sociedad liberal, aquella que ha ganado en los hechos la batalla de la civilización, creando formas más humana (o las menos inhumanas) de existencia en toda la historia, se desmoronaba y el puñado de países que había hecho suyos los valores de la libertad, de racionalidad, de tolerancia y de legalidad volvían a confundirse con el piélago de despotismo político, pobreza material, brutalidad, oscurantismo y prepotencia que fue siempre, y sigue siendo, la suerte de la mayor parte de la humanidad, la responsabilidad primera la tendría ella misma, por haber cedido (sus vanguardias culturales y políticas, sobre todo) al canto de sirena totalitaria y por haber aceptado los ciudadanos libres este suicidio sin reaccionar”, establece el Nobel.
El perfil más más humano que encontramos en La llamada de la tribu es de Isaiah Berlin. Este “sabio discreto y liberal”, como lo llama Vargas Llosa, nunca tuvo mucha fe en el valor de su propia obra. Y, sin embargo, es a quien debemos una de las miradas más lúcidas con respecto a la naturaleza humana y una de las críticas más persuasivas a los proyectos revolucionarios y utópicos. Berlin mostró que nuestra tradición intelectual nos hacía víctimas de una ilusión. Creíamos que poco a poco iríamos encontrando respuestas verdaderas a todas las preguntas y que así, en un proceso ascendente de mejoramiento social, lograríamos encontrar respuestas definitivas a todas las preguntas importantes del ser humano. Berlin fue el aguafiestas que desmintió esta ilusión, mostrando que hay muchas respuestas válidas a las mismas preguntas, empezando por la fundamental, ¿cómo vivir?, y que muchas veces éstas no son compatibles entre sí. Las sociedades utópicas, decía Berlin, eran imposibles porque los valores humanos no son siempre compatibles entre sí. Añoramos mundos con dosis equivalentes de libertad, justica, solidaridad, libertad, seguridad…, sin percatarnos de que muchas veces estas metas, todas igualmente nobles y deseables, se ponen obstáculos unas a otras. La perfección es imposible, parece ser la dura le lección de Berlin. Siempre hay que escoger entre valores, y por lo tanto toda solución a nuestros problemas es parcial y limitada.
Berlin también hizo un gran aporte a la filosofía distinguiendo dos nociones distintas de libertad: la positiva y la negativa. Hay quienes entienden la libertad como ausencia de coerción. Defienden, por eso, su vida privada e imponen límites no traspasables a las autoridades públicas. Ellos tienen un concepto negativo de la libertad. Pero hay otros para quienes la libertad supone poder hacer. Quieren, por tanto, ejercer su voluntad sin la restricción de los demás. Estas dos formas de entender la libertad también chocan entre sí. El predominio de la libertad positiva puede degenerar en ideologías totalitarias, que buscan la eliminación de todos los obstáculos, incluso la libertad negativa, para la expresión de la voluntad. “El liberalismo de Isaiah Berlin consistió, sobre todo, en el ejercicio de la tolerancia, en un permanente esfuerzo de comprensión del adversario ideológico, cuyas razones y argumentos procuró entender y explicar con un exceso de escrúpulo que desconcertaba a sus colegas”, dice el escritor peruano como para hablar, al mismo tiempo, de sí mismo.
Pero el Mario Vargas Llosa de hoy coincide en más aspectos con este filósofo de origen letón, al que le gustaba la vida social e, incluso, la frivolidad. Resulta que su educación y sentido del humor le permitieron insertarse en la alta sociedad, sobre todo después de que se casó (tras una relación adúltera) con la aristócrata Aline Halban, “una mujer capaz de organizarle la vida con la fortuna que dan la desenvoltura y la experiencia, y de crear un entorno agradable y bien compartimentado, en el que la vida mundana coexistía con las mañanas dedicadas a la lectura y a la escritura”.
Elogio de Margaret Thatcher
El escritor, que el próximo mes cumplirá 82 años, también encontró en sus años londinenses fue un personaje cuya relación (y iración) consolidó su trasformación ideológica: Margaret Thatcher. Un día, el historiador Hugh Thomas, uno de los asesores de la Dama de Hierro, lo invitó a una cena que, en aras de acercarse a los intelectuales, presidía la entonces primera ministra del Reino Unido. “Me impresionó mucho la señora Thatcher”, recuerda sobre aquel primer encuentro. Luego se vieron y charlaron en otras ocasiones. Fue ella, reconoce Vargas Llosa, quien le descubrió a pensadores que casi no eran conocidos en el mundo hispano. “Ella ganó las elecciones tres veces consecutivas, algo que los conservadores nunca habían logrado. Pero al final, su propio partido la echó mediante una intriga interna. Cuando la sacaron, yo le mandé flores. Debe de haber recibido muchas”, expresa el hombre que durante su campaña política en busca de la primera magistratura de Perú vio caer el muro de Berlín e interpretó ese acontecimiento histórico como una señal de que “estaba en el camino correcto”.