En el corazón de Torreón, donde el sol cae a plomo sobre las banquetas y la historia murmura entre los muros, el tiempo parece doblarse en las esquinas.
Las fotografías que se yuxtaponen como espejos enfrentados nos revelan no solo el paso de las décadas, sino también la permanencia del alma de una ciudad que, aunque se moderniza, no olvida sus raíces. En estas imágenes, el ayer en blanco y negro conversa con el presente a color, en un diálogo silencioso que trasciende generaciones.
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La Casa Arocena, majestuosa en su trazo asado, se alza con la misma dignidad que mostraba en los años cuarenta. Sus balcones, testigos del vaivén de la historia, ahora miran hacia una ciudad distinta, pero igualmente viva. La estructura sigue siendo un faro cultural, un guardián del arte y la memoria, como si se negara a dejar que el olvido la roce siquiera con la punta de los dedos.

Frente al antiguo Casino de La Laguna, uno puede imaginar el eco de los pasos, los vestidos largos y los valses que alguna vez resonaron bajo sus lámparas de cristal. La elegancia de su fachada persiste, restaurada por el tiempo y el respeto. Hoy no es solo un edificio: es un vestigio de una época dorada, de una Torreón que soñaba en grande, bajo la promesa de la modernidad y el progreso.

El Hotel Palacio Real, en la Plaza de Armas, permanece erguido como un centinela del pasado. Aunque las palmeras y los autos actuales lo rodean, su esencia no ha cambiado. Aquel refugio de viajeros y figuras célebres continúa recibiendo las miradas de quienes, al alzar los ojos, encuentran en su arquitectura una postal de lo que fue, y una promesa de lo que sigue siendo.

Y en el cruce de la Cepeda y la Morelos, el edificio del antiguo Banco de México (antes tienda La Moderna) luce renovado, con su característico torreón dominando la vista. La misma esquina donde alguna vez crujían los carruajes hoy es cruzada por semáforos y peatones apurados, pero la estructura permanece, con la firmeza de quien ha visto transformarse al mundo sin perder su espíritu.

Así, Torreón se despliega como un libro abierto cuyas páginas no solo se leen, sino que se caminan. Entre piedra y concreto, entre memoria y presente, la ciudad honra sus orígenes y se reinventa sin borrar su pasado. Es un poema escrito en cantera rosa y sombra, donde cada edificio es verso, y cada calle, un latido más de su eterna canción.
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