
El Oso se levantó de golpe en la madrugada. No podía dormir sin enviar al momento un mensaje a sus padres diciéndoles que los quería, pidiéndoles que se resguardaran de las lluvias que vendrían con el huracán Dean, categoría 5 en la escala Saffir-Simpson.
Buscó su computadora en la penumbra para evitar encender la luz. No quería despertar al compañero de habitación de hotel, un fotógrafo prácticamente desconocido que luego se revelaría como cualquiera de esos buitres de la imagen que Susan Sontag describía en sus ensayos contra la fotografía.
Al fin encontró a tientas la computadora en una mesita, junto a su cartera y un alce de peluche que había comprado para uno de sus hijos. Trato de sentarse en una de las sillas, se fue de largo y cayó a un lado de ella, golpeándose la espalda y despertando al fotógrafo dormido, justo lo que no quería hacer.
Por alguna extraña cuestión neurológica, adolorido y todo recordó velozmente el choque aquél de madrugada en la Ciudad de México, después del cual se había resistido a usar collarín, como si se tratara de un acto de dignidad. ¿Cómo voy a reportear usando algo que desconcertará a la gente con la que interactúe?
Tras tanto desmadre, El Oso encendió la lámpara, se sentó en la silla y pidió disculpas al compañero del cuarto. Sin más preámbulo escribió “Queridos padres”, pero al mismo tiempo pensó hacerle una carta de reclamo a una antigua pareja, quien lo había dejado por un famoso precursor de la música electrónica en Europa. A final de cuentas, por suerte, desistió.
El Oso era uno de esos jóvenes periodistas promesa de la península. Un tipo un tanto odioso, como todos aquellos que tienen una buena estrella. Era un moreno de pelo largo, un poco gordo, que hasta en la canícula usaba tirantes, como si se le vieran bien. Lo peor de él era que para todo sacaba a Kapuściński, como si de algo sirviera eso cuando las cosas estaban tan calientes aquí en el país.
No estamos en Polonia, se le decía todo el tiempo en la redacción del periódico, no vengas con mamadas. El Oso respondía que Kapu —así llamaba al legendario periodista polaco, como si fuera su amigo o su mascota— casi no escribía de Polonia, o que sí había escrito como unos diez libros pero que no los había traducido aún Agata Orzeszek, la traductora al español, quien por cierto era una mujer de cincuenta años, nacida en Varsovia y con unos ojos azules —y hermosos— que habían mirado el pueblo del Oso alguna vez debido a que Mahahual había sido sede secreta del Decimocuarto Encuentro Internacional de Traductores Polacos en América Latina, uno de esos eventos raros e imposibles que organizaba otro devoto de Kapu en la península llamado Pepe Garza.
Paréntesis
No todos los libros de Kapuściński los había traducido al español Agata Orzeszek. El erudito xalapeño, Mario Muñoz, trabajó la traducción del polaco al español de La guerra del futbol, un libro ahora clásico del periodismo narrativo que fue publicado por primera vez en México en 1980 con el título de Las botas, por la editorial de la Universidad Veracruzana, aunque posteriormente Anagrama lo publicaría en el título de La guerra del futbol.
(En una de sus coberturas en la península, el prestigiado cronista chilango, Emiliano Ruiz Parra, le había regalado al Oso una edición de Las botas que éste atesoraba como si fuera una versión del I-Ching con prólogo de Gabriel García Márquez).
Kapu era un personaje desconocido en México en aquellos años, le había contado Mario Muñoz al Oso. Había llegado a través de la embajada polaca. Todos los corresponsales polacos que deseaban volver a Polonia, de alguna forma tenían que estar ligados a la ideología del régimen. Ningún periodista, por liberal que quisiera ser, podía estar desligado del Partido Comunista. Kapu era un constante viajero.
En aquellos años, los lectores de habla castellana no tenían mayor conocimiento de la importancia que para entonces Kapuściński había adquirido ya en Polonia, donde era un reconocido periodista por los reportajes que publicaba y por su relación con otros periodistas polacos importantes de la época.
Las influencias de Kapu venían de varios experimentos del siglo XX, como uno de la URSS ocurrido entre 1927 y 1928, cuando un grupo de periodistas soviéticos formaron el Grupo Nuevo León, con la misión de eliminar la prosa de ficción, ya que la consideraban un vestigio burgués. De forma vehemente se atrincheraron en la crónica, proclamándola como el género del proletariado y buscando darle protagonismo en ella a las historias de la gente común.
Pese a la influencia del Grupo Nuevo León, Kapu iba modificando su estilo de acuerdo con el tema de los libros que escribía. Insistía en que un periodista debía tener formación literaria, precisamente para adquirir un estilo más suelto, propio, ameno. Sobre todo buscaba la amenidad, despejar sus textos de lenguaje confuso para un lector común.
Mario le contaba al Oso que cuando estaba traduciendo Las botas, Kapuściński ya no estaba en México, por lo que sólo llegó conversar con él una vez muy rápido en un hotel de la Ciudad de México. Era amable, sencillo y directo, como sus libros.
—Los libros que ya se conocen de Kapu son los que ha escrito sobre África, sobre la Unión Soviética y sobre América Latina, y esos son los mejores— decía con jactancia El Oso.
—Pero esas broncas no tienen nada que ver con esto. ¿En qué chingados se parece El Mayo Zambada a Hallie Salese o el payaso de Fox al payaso de Gorbachov? Hasta entre diablos y pendejos hay niveles— lo retaba Manuel “El Fantasma” González, un veterano reportero policial que desde los ochenta había bautizado a Playa del Carmen, como Playa del Crimen.
El Oso era necio. No cedía y daba nuevos argumentos para recomendar la lectura de Kapu en esos días aciagos, pero nadie le hacía caso. Los reporteros no querían saber de otras guerras porque creían que con la suya bastaba. Solo hubo algo que hizo que El Oso tuviera que terminar por un rato con su cantaleta sobre Kapu.
Sucedió cuando El Fantasma González le pidió que mencionara un solo libro en el cual Kapu hubiera escrito la palabra narco y que si era así, lo apoyaría en su intento de que los jefes instalaran un taller permanente de lectura de la obra de Kapu para poder cubrir la guerra decretada por el presidente en contra del crimen organizado. El Oso revisó los pasajes de los libros de Kapu en su mente pero no encontró nada.
Lo único que balbuceó, apoyado en un profuso estudio kapuscinskyano de Amelia Serraller Calvo, es el valor conceptual con el que Kapu veía el periodismo: como síntesis de varias artes, pasando por la fotografía, el ensayo y la literatura, pero también como una herramienta práctica para remover consciencias. Y las consciencias de ese entonces estaban secuestradas por la barbarie de una supuesta democracia que se sostenía alrededor de las palabras guerra y narco.
Fin de paréntesis
Frente a su computadora, El Oso permaneció en silencio un buen rato. Paró en seco los falsos recuerdos y digresiones absurdas, para seguir escribiendo la carta a sus padres en las que les pedía estar alertas ante la temporada de huracanes.