En el intrincado entramado de la relación energética entre México y Estados Unidos, la vulnerabilidad de nuestra nación ante eventos climáticos extremos ha quedado al descubierto. Hace tres años la crisis en Texas, provocada por la tormenta Uri, no solo expuso la fragilidad de la dependencia mexicana del gas natural texano, sino que también reveló la falta de medidas preventivas y la ausencia de una estrategia sólida para garantizar la seguridad energética en el noreste del país.
En Nuevo León nos sirvió como un claro llamado de atención, una advertencia que debería haber incitado a México a tomar medidas proactivas para evitar escenarios similares en el futuro. Sin embargo, esta semana, la reciente situación climática en Texas, que ha afectado nuevamente el suministro de gas natural, destaca la inacción y la falta de una estrategia integral para garantizar un suministro de energía confiable y sostenible.
El vínculo energético entre México y Texas, que representa más del 80% de la dependencia mexicana del gas estadunidense, se ha promocionado como un impulsor del desarrollo industrial en el norte del país.
Aunque el al gas natural texano ha sido beneficioso en términos de costos y relativamente limpio en comparación con los derivados del petróleo, la concentración de la dependencia en una única fuente y en una región geográfica específica ha demostrado ser un riesgo considerable.
En contraste, del otro lado de la frontera han tomado medidas decisivas para enfrentar las consecuencias de eventos climáticos extremos. Desde la tormenta Uri han invertido significativamente en capacidad de almacenamiento con baterías, aumentando su capacidad a 5.09 gigavatios. Además, han diversificado su matriz energética, convirtiéndose en un líder en la generación de energía renovable, con incrementos notables en las capacidades eólica y solar.
En México, la falta de inversión en capacidad de almacenamiento es evidente y preocupante. Con datos de la Secretaría de Energía, apenas contamos con dos días de almacenamiento de gas natural; el país está mal equipado para hacer frente a contingencias prolongadas. La cancelación de proyectos clave, como la red de transmisión desde el Istmo de Tehuantepec y la conexión entre Sonora y Tijuana, muestra una falta de previsión y una desconexión entre el discurso gubernamental y la realidad operativa.
Una preocupación adicional es la falta de interconexión para aproximadamente 4 gigawatts de capacidad renovable ya instalada en el país. La burocracia y la falta de permisos impiden que estas fuentes de energía se conecten a la red mexicana, una situación que subraya la falta de coherencia entre la retórica sobre soberanía energética y la realidad práctica.
Además, la falta de previsión económica para cubrirse ante la volatilidad en los precios del gas pone a México en una posición arriesgada. El país enfrenta la posibilidad de pagar multas millonarias en caso de un aumento abrupto en los precios del gas, lo cual expone a la economía a riesgos financieros innecesarios.
Más allá de la idea de soberanía energética, lo que necesitamos en el noreste de México es seguridad energética.
Esto implica no solo depender de una sola fuente de suministro, sino diversificar nuestras fuentes de energía y garantizar una capacidad de almacenamiento adecuada para enfrentar eventos climáticos imprevistos.
En pleno 2024 enfrentamos desafíos energéticos significativos que requieren una acción inmediata y sostenida.
Para muestra un botón, ayer en el municipio más rico de Nuevo León reportaron sectores sin energía, de Alfonso Reyes hasta Vasconcelos, de Degollado a Guillermo Prieto; es decir, en pleno casco sampetrino.
La seguridad energética no debe ser simplemente un eslogan, debe convertirse en la columna vertebral de nuestras políticas energéticas. El Estado mexicano tiene la responsabilidad de liderar este cambio hacia una matriz energética más resiliente, sostenible, donde no solo resolvamos energía para el nearshoring, sino para la gente.