Tenía 13 años cuando su familia, allá en Cartagena de Indias, Colombia, lo alquiló para que transportara droga en el estómago. Nayarit, México, fue su destino, pero escapó a Estados Unidos, donde tuneó autos y procreó un hijo con una india siux; a los dos años fue expulsado a Tijuana, Baja California, e inició una aventura hacia la capital de la República mexicana.
En tren, acompañado por chilangos que al final lo abandonaron, hizo un trayecto con tramos felices. Después de vivir en un cementerio de Ciudad de México estuvo en diversas cárceles, empezando por el llamado Palacio Negro de Lecumberri, donde conoció a Goyo Cárdenas, el asesino de mujeres, quien le echó la mano para agilizar su proceso. Salió libre, pero reincidió.
Cinco cicatrices de balas calibre 9 milímetros, disparadas con un fusil de asalto R-15 durante un frustrado asalto a una camioneta de valores, así como 64 tatuajes, la mayoría hechos en una celda, forman parte de un mapa que cubre el musculoso cuerpo del último tatuador de Lecumberri. El principal tatuaje es la figura de la que fue su compañera siux. Le cubre el tórax.
—Muchos tatuajes.
—Sí, y no hay lienzo más sagrado que la piel del ser humano —responde Tito El Colombiano, de sesenta y tantos años.
De baja estatura, correoso, pelo corto plateado, zanjas en su rostro y un cuerpo musculoso, Tito El Colombiano está retirado de la vida loca y ya no piensa regresar al encierro, dice, mientras recuerda una frase de un jefe de vigilancia, quien la pronunció después de acompañarlo a la salida el día que quedó libre de la penitenciaría de Santa Martha:
—Ya te vas, Tito, y no te quiero ver aquí.
—No, mi jefe, jamás vuelvo a regresar —respondió.
Y el 11 de abril de 2009, después de varios años de estar preso, Tito El Colombiano salió libre y miró hacia todos lados, pero no vio a ningún conocido y pensó en tomar un taxi, pues traía una cantidad de dinero que había ahorrado; de pronto, sin esperarlo, vislumbró a uno de sus hijos y entonces corrieron a encontrarse.
Eran las 21:00 horas.
—Sentí el aire de libertad —dice Tito.
Tenía 58 años.
***
La familia de Tito, de origen campesino, sabía lo que harían con su hijo, quien antes de ingerir globitos de cocaína practicó con uvas enteras; esto, con la intención de poder zamparse la droga, y así fue como un día de 1964 inició su viaje sin retorno.
Al llegar a México logró escapar hacia Estados Unidos. Dos años vivió en San Diego y Los Ángeles; de ahí viajó a Nueva York, estancia durante la cual asistió a un concierto de los Rolling Stones, celebrado en el Parque Central. Ahí conoció a Rosario, una india siux.
Con ella —de 20 años y él de 16— viajó a Las Dakotas, donde vivieron en una reservación india y procrearon un niño.
El tiempo que vivió en Estados Unidos se dedicó a pintar carros. Usaba un aerógrafo. Lo que más hacía eran franjas y figuras de llamaradas en coches y camionetas.
La Migra lo echó por el lado de Tijuana, ciudad en la que permaneció seis meses. Iba a cumplir 17 años cuando conoció a dos jóvenes que le hablaron del entonces Distrito Federal, en particular de Tepito, y les tomó la palabra para viajar juntos. Se presentó como Roberto Candia Salazar.
Subieron en un tren carguero, de los conocidos como La Bestia, y sintió una felicidad jamás experimentada.
—Era algo bello ir tirado de panza en los vagones. Pasar por las pendientes —recuerda y sonríe—, las llanuras, las montañas. El tren era jalado por tres locomotoras. Yo veía la mar a lo lejos.
En Acaponeta, Nayarit, el tren se detuvo porque fue revisado por soldados. Tito y sus amigos de ocasión bajaron y se escondieron entre los matorrales. Después de acelerar el tren volvieron a subir.
Llegaron a Irapuato, Guanajuato, y descendieron, pues un tren que iba al norte se había descarrilado. Pidieron aventones. Un trailero se ofreció a llevarlos a cambio de que descargaran la mercancía. Los dejó en San Juan del Río, Querétaro. Otro los llevó a la capital del país y los dejó en la zona de Vallejo. Sus compañeros desaparecieron. Tito cruzó Montevideo y llegó atrás de la Basílica. “A la casa de todos”, dice, refiriéndose a un panteón, donde vivió un tiempo. En la colonia Martín Carrera conoció a su primera esposa y trabajó en un taller mecánico.
Y por primera vez entró a prisión. Era el año 1972. Lo agarran con un envoltorio de mariguana y lo llevan a Lecumberri. Ahí fue cuando decidió que “el señor Miguel” le hiciera un tatuaje con la figura de la india siux.
En Cartagena de Indias, cuando tenía nueve años, había visto que un maestro carrocero traía el tatuaje de una águila en el dorso de la mano derecha y otras figuras en el cuerpo. Tito pidió que le hicieran uno, pero se negaron porque era un niño. Fue el recuerdo que se le vino a la mente.
Ahora era el momento.
Tenía 18 años cumplidos.
***
El castigo por hacer un tatuaje en Lecumberri era quedar aislado en una celda especial, recuerda Tito, quien observó a don Miguel preparar la tinta. La famosa tinta canera o canadiense, según el argot carcelario. Derretía peines. El humo se acumulaba en un pedazo de madera o en un espejo. El hollín era recogido con una navaja y lo echaba en un cacharro. Después le aplicaba pasta de diente, champú, gotas de orín y otras de agua.
Y ahí empezó.
—La tinta se depositaba en una corcholata —relata— y con una aguja amarrada de un palito se mojaba la punta. Yo le dije a don Miguel que quería una india siux en el pecho. Lo hizo por las noches, con la luz de un foco. Solo faltaron los hilos de su cabellos.
—¿Qué pasó?
—Ya no volví a ver a don Miguel. No sé qué pasó. Si salió libre o quién sabe. Pero quedó bien, ¿no? —dice mientras muestra la figura de la siux, excepto la cabellera, aunque sí el contorno de la misma.
—Entonces se lo debe a don Miguel.
—Sí, honor a quien honor merece en el mundo del tatuaje. Ahí aprendí la técnica y empecé a experimentar y a elaborar la tinta. Practiqué con mi propia piel —dice y muestra una pequeña estrella en el dorso de la mano izquierda.
Entonces saca su primer stencil. Es cuando nacen las “Rosas negras de Tito El Colombiano”: de un envoltorio de mazapán de la Rosa.
—Había una crujía, la L, donde estaba la gente plus: El Güero Gil, del trío Los Panchos, y el papá de Ana Bertha Lepe, una que fue Miss México y actriz. Iba yo a que me vendieran dos o tres pesos de loción. Usaban Ice Blue y Aqua Velva. Entonces yo quitaba el envoltorio del mazapán y con gotas de loción mojaba la piel, la colocaba y quedaba plasmada la rosa. El tatuaje eran rosas negras.
Tres años y medio después salió libre, pero volvió a caer en 1989, ahora con una sentencia de varios años, durante los cuales se volvió experto en tatuaje carcelario con sus propios artilugios, como son algunas partes de grabadoras y agujas hechas de cuerda de guitarra.
Desde 2009 ofrece conferencias y seminarios sobre tatuaje carcelario. Es invitado a convenciones. Sus instrumentos se exhiben en el Museo del Tatuaje. Trabaja en el tianguis de La Raza y pronto tendrá un estudio.
Ha tatuado a más de 10 mil hombres, entre ellos a Pepe de Nueva York, y a unas mil mujeres. Es lo que dice el último tatuador de Lecumberri, quien es reconocido por expertos como Víctor Portugal, el californiano Edgar Holl, Tony Serrano, El Chacal y El Chino de Tepito.
—Tito...
—Sí, el humilde campesino, Tito El Colombiano. Como buen guerrero poco a poco fui agarrando el paso.