Policía
  • La noche de los drones: los perros callejeros ya no ladran en El Alcalde

  • Mientras el CJNG quiere quitarle el control del territorio a los Templarios en Michoacán, pueblos como El Alcalde se quedan vacíos, sin gente, pueblos fantasma.
Mujer muestra rastros de la violencia que arrecia en Michoacán

DOMINGA.– “¡¿Dónde está el jefe, perro!?”. Eso era lo que le gritaban a don Ezequiel, de 71 años, una y otra vez en El Alcalde, cuando los sicarios lo tiraron al suelo y empezaron a propinarle una lluvia de patadas por las costillas y piernas. “¡¿Ya nos lo vas a decir?!”, seguían gritándole, “¡¿Dónde está el jefe!?”.

A don Ezequiel lo conocí en El Alcalde, una pequeña comunidad de unas 300 personas en Apatzingán, Michoacán, que se quedó completamente vacía, fantasma, luego de que la noche del 15 de marzo de 2025 sicarios del Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG) y de Los Caballeros Templarios convirtieran la calle principal del rancho –una avenida de terracería de un par de kilómetros de longitud– en un escenario de guerra que quedó repleto de casquillos de bala.

Esa noche, los sicarios de uno y otro bando utilizaron las casas del pueblo para esconderse y a los vecinos como ‘escudos humanos’, desplegaron todo su arsenal de minas explosivas y drones para atacar a sus objetivos con bombas que caían en mitad de la noche cerrada. Los campesinos no paran de hablar con terror de estos aviones no tripulados que les parecen de ciencia ficción futurista, en un rancho polvoriento y seco donde hay más caballos y bueyes que coches o motocicletas.

Casquillos de balas tirados por toda la comunidad de El Alcalde | Manu Ureste
Casquillos de balas tirados por toda la comunidad de El Alcalde | Manu Ureste

Cuando llegué a El Alcalde, los pocos vecinos que no habían huido –cuatro ancianos que comentaban con el gesto cansado que, si algo les tenía que pasar, que les pasara en las casas donde nacieron–, me explicaron que el éxodo masivo de ésa y de la comunidad vecina, El Guayabo, comenzó a fraguarse un par de años atrás, cuando el CJNG llegó a instalarse a los cerros de alrededor de ambas comunidades.

Ahí, los ‘jaliscos’ –como los llaman en esta región– comenzaron a penetrar la zona, agazapados aprovechando el difícil al terreno, y avanzando lentamente en el control del territorio, como un gusano que va devorando despacio una hoja de morera.

El pleito, me contaron los pobladores, es porque CJNG busca arrebatarles a plomazos a los del cártel ‘local’ –Caballeros Templarios– el control del cobro de extorsiones a los productores de limón que tanto abundan en esta región de Tierra Caliente, y de sus tierras, las cuales muchos riegan con el agua que el mismo cártel les vende.

También busca apoderarse del control del cobro de piso a vecinos que, como Ezequiel, tienen pequeños localitos con los que ir sobreviviendo en pueblos remotos y empobrecidos de Apatzingán. Pueblos como El Alcalde y El Guayabo, dos comunidades divididas apenas por un riachuelo estrecho y de poco caudal, que quedaron atrapadas en mitad del fuego cruzado de los cárteles y sus extorsiones, lucen desiertos tras el enfrentamiento a balazos y bombas artesanales la noche del 15 de marzo de 2025. Esa fue, murmuran los vecinos desplazados, “la noche de los drones”.

El CJNG y otros cárteles mantienen una lucha territorial en Michoacán | Manu Ureste
El CJNG y otros cárteles mantienen una feroz lucha territorial en Michoacán | Manu Ureste

Los sicarios mataron a los perros callejeros de El Alcalde

Don Ezequiel, llamado así para proteger su identidad, caminaba con dificultad por la avenida de tierra del rancho la mañana del 4 de abril de 2025, un par de semanas después de la ‘noche de los drones’. Iba apoyado en un bastón, encorvado y arrastrando los pies. Sus brazos y piernas ya lucían muy delgados y frágiles por el desgaste propio de los años, pero su mirada continuaba siendo vigorosa, hasta cierto punto intimidante, al igual que el timbre de su voz ronca.

“Oye, ‘mijo’, no me vayas a grabar”, insistió mientras comprobaba el estado de la fachada agujereada de su tiendita de abarrotes que fue baleada aquella noche de marzo, en la que, prácticamente, no hubo casita, localito, ni tiendita, que se salvaran de los balazos. Le respondí que estuviera tranquilo, que no lo haría, lo último que querría es ponerlo aún más en riesgo. Aun así, desconfiado, temeroso, o ambas cosas, el hombre se subió el paliacate que llevaba anudado al cuello y se cubrió el rostro de la nariz para abajo.

Luego caminó por la avenida, hasta meterse por un callejón estrecho de terracería. Había tantos casquillos regados por el suelo, de todo tipo de tamaños y calibres, que la tierra, literal, brillaba como si se tratara de un mar de cobre. Al final del callejón, don Ezequiel detuvo el paso. Le costaba respirar. Se apoyó en el bastón y con la otra mano en la pared lateral de su tiendita baleada. Ahí empezó a contarnos, a mí y a la maestra Carmen Zepeda –maestra, activista, regidora del Ayuntamiento de Apatzingán y una de las señoras más valientes y echadas para adelante que haya conocido–, que la tarde noche del 15 de marzo estaba acostado en una hamaca esperando el fresco del ocaso, cuando a los lejos vio llegar a un grupo como de unos diez muchachos.

Casquillos de bala se pueden encontrar por todo el suelo de El Alcalde | Manu Ureste
Casquillos de bala se pueden encontrar por todo el suelo de El Alcalde | Manu Ureste

La pesadilla de balazos y bombas aún no comenzaba. Cuando los vio, siguió contando don Ezequiel, quien de vez en cuando se bajaba el paliacate para jalar aire y luego se lo volvía a subir ocultando su bigotito ralo y fino, pensó que eran clientes, de los muy pocos que se ven por esta zona inhóspita y remota de caminos de terracería y cultivos de limón, y se metió presto para su tiendita porque pensaba que ganaría unos pesos vendiendo algunas botanas.

Pero nada más cruzar el umbral, uno de los tipos se metió por detrás del mostrador, lo jaló por el cuello y lo tiró con violencia lastimándose codos y antebrazos que aún lucían amoratados dos semanas después. Y mientras “unos se chingaban” las papitas y se tomaban entre risas las cervezas y los refrescos, otros lo ‘cosieron’ a patadas en el piso, como a uno de esos perros callejeros que, esa misma noche del 15 de marzo, antes de que se desatara ‘la noche de los drones’, los sicarios mataron en la entrada del pueblo para que no hicieran ruido y no delataran sus posiciones ante los ‘contras’ de los Templarios.

“Me humillaron esos malditos”, mascullaba el hombre con rabia y que, con las manos temblorosas y frágiles, se colocaba una y otra vez el paliacate que le bajaba de la nariz por el sudor, para luego explicar que aquellos sicarios no dejaban de preguntarle, entre patada y patada, por un ‘jefe’ que él no conocía.

Minas antipersonas ocultas en las terracerías de Michoacán

La maestra Carmen y yo, junto a otra señora muy valiente de unos 60 y pocos, a la que llamaremos Esmeralda, veníamos con la adrenalina y la tensión por las nubes.

Apenas media hora antes de encontrarnos con don Ezequiel la mañana del 4 de abril, los tres íbamos en una camioneta negra por un camino de terracería y en cuyo interior los tres íbamos recibiendo las ráfagas del viento en los rostros. En la zona impera una ley no escrita que establece a rajatabla que las cuatro ventanillas del carro deben ir totalmente abajo, para que los espías de los cárteles, los ‘halcones’, puedan identificar quiénes van a bordo.

infografia El Alcalde

Muy temprano, a eso de las 7 de la mañana, al iniciar el camino, divisamos al final de una larga recta un convoy de vehículos artillados. “Son gente armada”, murmuró doña Carmen con un tono pesado de preocupación. “¿De los malos?”, preguntó la copiloto Esmeralda. Ella negó con la cabeza y le dio una chupada al cigarrillo. “No lo sé”, volvió a murmurar. Entonces, sugerí mejor dar la vuelta y regresar a la cabecera de Apatzingán, a lo que doña Carmen dijo tajante que no, pues tanto si eran militares, o de los ‘malos’, el huir podría ser tomado como una maniobra sospechosa y podrían abrir fuego contra nosotros.

Carmen bajó una velocidad y nos fuimos acercando muy lentamente al retén de vehículos artillados. Poco a poco, a lo lejos distinguimos los chalecos verdes de unos soldados del Ejército mexicano. Los tres respiramos aliviados. Aunque nada más colocarnos a la altura de un joven soldado, nos percatamos de que todos los militares lucían sudorosos y nerviosos, gritándose unos a otros órdenes en clave.

​“Buenos días, ¿todo bien?”, preguntó cordial y con una sonrisa afable la señora Carmen, a lo que el soldado contestó con una advertencia que nos dejó mirándonos con los ojos muy abiertos: acababan de desactivar dos minas explosivas del camino por el que íbamos transitando. “Pueden seguir, pero vayan con mucho cuidado porque no sabemos si hay más minas adelante. Pelen bien los ojos”, recomendó el soldado, mientras pedía a otro grupo de militares, estos de la Guardia Nacional, que nos dejaran continuar circulando.

Una vez dentro del pueblo de El Alcalde, donde en las fachadas de las casas lucían pintas que anunciaban –o más bien advertían– que el CJNG ya dominaba la zona, la situación de nervios y estrés no era mucho mejor; máxime, cuando se escuchaban explotar por los cerros de alrededor algunas de esas minas antipersona que habíamos visto desactivadas en el retén militar. Se trataba, nos explicó otro soldado apostado en una pequeña base que hay en la entrada de El Alcalde, de ‘minazos’, es decir, explosiones provocadas en muchos casos porque algunos animales en el cerro las pisan. Aunque en muchos otros casos, son personas las víctimas.

Por ejemplo, un día antes del recorrido, el 3 de abril, acompañé a la señora Carmen a otra ranchería cercana donde se celebró el sepelio de un agricultor de limón que, tras terminar su jornada de trabajo, se subió a su moto para volver a casa y pisó uno de estos artefactos explosivos y, literal, salió volando por los aires muriendo en el acto.

Techo dañado por el uso de narco-drones | Manu Ureste
Techo dañado por el uso de narco-drones | Manu Ureste

Tal vez por ese miedo a pisar una de esas minas, la maestra detenía el carro cada vez que nos topábamos con un montículo que podía ocultar una bomba o con una rama de árbol tirada a mitad del camino y que obligaba a invadir el carril contrario donde también podía haber una mina escondida; por esa histeria que nos hacía ver ‘halcones’ en cualquier motociclista que pasara por el pueblo desierto, cargado con cajas de limones para venderlos en la cabecera de Apatzingán, ninguno de los tres pensó que lo que veríamos a continuación nos haría un nudo en la garganta, que nos dejaría sorprendidos, sin aire, y aturdidos durante un buen rato.

Don Ezequiel comenzó a llorar como un niño. “¡Malditos!”, balbuceaba frente a nosotros una y otra vez.

Ante la escena, la maestra Carmen tiró la colilla del cigarrillo –hacía rato que le perdí la cuenta de cuántos llevaba esa mañana–, la aplastó con el zapato, y sin mediar palabra le ofreció los brazos abiertos al anciano encorvado, que apoyado en el hombro de la maestra se veía todavía más frágil y vulnerable.

“Les decía que no sabía de qué jefe me estaban hablando, que pos mi jefe ya se había muerto hace mucho. Pero no les importó. Me seguían dando patadas”, recordaba el hombre. En este punto, quizá una hipótesis sobre el mentado ‘jefe’ sea que los sicarios del CJNG buscaban información de algún integrante del cártel rival entre los pobladores de El Alcalde.

El viejo que llora entre casquillos de bala

Fui testigo de la escena a un par de pasos. Las lágrimas de aquel hombre rudo, pero anciano, y abrazado a una desconocida que trataba de darle consuelo, brotaban sin control hasta diluirse en la tela del paliacate, y eso me causó un mar de emociones que aún no atino bien a describir. Una profunda tristeza y desesperanza por ver a un anciano llorar como un niño indefenso, se ajustan bastante bien a lo que siento cuando recuerdo esa imagen que me acompañará durante muchas noches.

Al principio, noté, el llanto del viejo era un llanto de rabia, de profundo malestar. De ‘encabronamiento’. “¡Malditos!”, seguía masticando las palabras con coraje. Pero luego, éstas dieron paso a una honda tristeza que pocas veces he visto en el rostro de una persona. A pesar de haber salvado la vida y de que la agresión sólo quedó en su tiendita baleada y arrasada, y en unos cuantos moretones por el cuerpo.

Local dañado por impactos de bala | Manu Ureste
Local dañado por impactos de bala | Manu Ureste

Ahí parado frente a la escena, rodeado del mar de casquillos de bala, me dije que aquel viejo no lloraba por el dolor de los golpes en su frágil cuerpo, ni por su tiendita arrasada. El hombre lloraba porque se sentía ultrajado, humillado. Se sentía impotente ante la agresión de unos criminales sin alma que imponen su imperio de terror con una libertad y una impunidad que insultan y lastiman.

Unos criminales que, como a don Ezequiel, tienen a México tirado en el suelo, pateado, y llorando lágrimas de rabia y tristeza.


GSC/LAFC


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Manu Ureste
  • Manu Ureste
  • Periodista de Animal Político. Ha publicado investigaciones reconocidas con prestigiosos premios, así como crónicas de migración y crimen organizado. Su último libro es ‘Vivir con el Narco’ (2024).
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