La ruta comienza mucho antes del primer paso. Comienza en una promesa. En un recuerdo, en una deuda con los dioses o con los muertos. Para Moisés Santiago, por ejemplo, empezó hace dos años, cuando su abuelo falleció. Desde entonces, camina cada Semana Santa los más de 117 kilómetros que separan La Venta del Astillero, en Zapopan, del altar de la Virgen del Rosario en Talpa de Allende.
Lo hace como una manda, una forma de seguir hablando con alguien que ya no está. “Prometí que iba a ir cada año que pudiera… y aquí seguimos, echándole ganas, puro pa’lante”, dice mientras ajusta la mochila y aprieta los tenis polvorientos.
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Como él, miles de feligreses emprenden el camino cada año por la llamada Ruta del Peregrino, que atraviesa los municipios de Ameca, Guachinango, Mixtlán, Atenguillo y finalmente Talpa de Allende, enclavado en la Sierra Madre Occidental.
No hay una sola forma de recorrerla: hay quienes avanzan por pie de carretera, otros toman atajos por brechas o se lanzan por los cerros, buscando una forma más íntima, más áspera de vivir la fe.
El punto de partida más tradicional está en el Monumento a la Gratitud, en Lagunillas, Ameca, a los pies del Cerro del Obispo. Desde ahí, los cuerpos empiezan a dejar atrás el mundo cotidiano. El trayecto sigue por Estanzuela, el Cerro de las Comadres, Mixtlán y, ya casi al borde del cansancio, Atenguillo. Ahí muchos deciden pasar la noche antes de encarar el Espinazo del Diablo, una subida escarpada y exigente que se cobra el aliento a cada paso, pero regala vistas espectaculares. En su cima hay cruces de madera que recuerdan a quienes no lograron terminar el camino. A partir de ahí, la geografía se vuelve un compañero más. Pinos, senderos de tierra suelta, pájaros, piedras que hieren y también guían.
En Las Cruces, los peregrinos descansan. Más adelante, en Los Jacales, se alimentan. Entre fondas y restaurantes de carretera, la comida se vuelve alivio y combustible. Luego viene Malpaso, Guayabos, Gallineros, Cocinas, la Cruz de Romero. Desde ahí ya se puede ver el objetivo: Talpa de Allende, entre los pliegues de la montaña.
Moisés dice que no se prepara físicamente para la caminata. Que no hay entrenamientos ni rituales previos. Que lo único que lleva consigo es la fe. “Nada más echarle ganas y pensar en la Virgen. Mucha fe y pa’lante”, repite.
Le toma cinco días llegar. Cinco días de ampollas, calor, frío nocturno, risas, silencios, solidaridad y dolor. “Lo chido es el cansancio”, dice. “Porque se siente bonito”. El momento más esperado es la entrada al pueblo. Ahí la emoción se desborda. Moisés va con una danza de tastuanes de Nextipac. Al cruzar el arco de bienvenida, la gente grita “¡ánimo!” y “¡sí se puede!”.
Es el final del recorrido, pero también el comienzo de algo más difícil: cumplir lo que se prometió. En los tramos más difíciles, como el Espinazo del Diablo o las pendientes antes de Cocinas, Protección Civil y Bomberos de Jalisco instala puntos de apoyo con brigadas médicas, hidratación y módulos de descanso.
Aunque la mayoría de los peregrinos llega por cuenta propia, las autoridades estatales refuerzan la vigilancia cada Semana Santa para evitar accidentes, extravíos o golpes de calor.
En los días de mayor afluencia, se estima que más de 100 mil personas transitan por alguno de los puntos de la ruta, ya sea por devoción, por costumbre o porque alguien, en algún momento, les dijo que si haces el camino con fe, todo duele menos.
Curiosamente, la mayor concentración de peregrinos ocurre en Semana Santa, aunque la festividad de la Virgen del Rosario se celebra el 7 de octubre. La coronación de la virgen es el 12 de mayo, el Día de la Candelaria el 2 de febrero, y del 11 al 19 de marzo se realiza el novenario de San José.
Ninguna de estas fechas coincide con la Semana Mayor, pero eso no detiene a los fieles. Porque aquí la agenda no la marca el calendario, sino la urgencia espiritual de los caminantes. Hospedarse en Talpa durante esta temporada no es sencillo. Se recomienda apartar hotel desde enero. El pueblo no da abasto para tanto fervor. Pero para muchos, dormir en el suelo o en albergues improvisados es parte del acto de fe.
En el fondo, lo esencial es llegar. Llegar. A Talpa, sí. Pero también a uno mismo. A esa parte que necesita creer que el dolor tiene sentido. Que las promesas se cumplen. Que, al final de un largo camino, todavía puede haber milagros.
Una devoción con historia
La peregrinación a Talpa de Allende tiene raíces en el siglo XVII, cuando se registró el llamado “Milagro de la Renovación” de la Virgen del Rosario, hecho que convirtió al pueblo serrano en un santuario mariano de alcance nacional.
Desde entonces, miles de personas caminan cada año por la sierra en un acto de fe que ha pasado de generación en generación.
Durante Semana Santa, las autoridades calculan que más de 100 mil peregrinos recorren la ruta, lo que convierte a Talpa en uno de los destinos religiosos más importantes del país.
MC
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