El tercer largometraje de Alejandro Gerber Bicecci, Arillo de hombre muerto (2024), se metió literalmente en las profundidades de México para abordar la crisis de desaparecidos a partir de la historia de una mujer ordinaria encarnada en una actriz extraordinaria en toda su plenitud: Adriana Paz.
El filme, escrito y dirigido por Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1977), se nutrió del tratado sobre el metro de Marc Augé (El viajero subterráneo: un etnólogo en el metro, Gedisa, 1986), para seguir los pasos de Dalia, una conductora de trenes de ese transporte, que enfrenta la burocracia judicial, sindical y social tras la desaparición de su esposo mientras trata de sobrevivir con la vida familiar y otra pareja.
El también director de Vaho (2008) y Viento aparte (2014) explica en entrevista que tuvo dos inquietudes o preocupaciones, que juntas se convirtieron en una sola historia en su tercer largometraje.
“La primera tiene que ver con la personaja principal, Dalia, la conductora de metro, cómo será la vida cotidiana de una mujer que se dedica a transportar a millones de personas en las entrañas de la ciudad todos los días. Estos personajes que son absolutamente cotidianos para todos nosotros, pero que nunca reparamos en sus vidas, traté de indagar cómo sería la vida de una conductora del metro. Y, por otro lado, la constante preocupación que compartimos todos los habitantes de este país, que es la violencia que nos ha asolado durante las últimas dos décadas y los efectos que ha tenido socialmente”, desglosa.
Con fotografía espectacular en blanco y negro, Arillo de hombre muerto incluye tomas desde la cabina donde Dalia (Adriana Paz) conduce el destino de esos millones de personas por un tunel de oscuridad y luz, e incluso en alguna escena tiene escarceos amorosos con su pareja Carlos López (Noé Hernández).
“Contamos con toda la colaboración de las autoridades y trabajadores del metro para la filmación. Ellos nos pusieron una serie de restricciones de seguridad y de uso de sus instalaciones, y estuvieron presentes supervisando los rodajes en todo momento. Nosotros fuimos planteando las necesidades que teníamos y ellos nos exponían las limitaciones que había”, asegura el director y guionista.
Y su equipo buscó así distintos esquemas para poder filmar diferentes escenas que la historia demandaba.
“Hay un grupo de escenas en las que filmamos con el metro en horario en funcionamiento, con la gente que circula cotidianamente en los fondos de las imágenes, colocando algunos extras en los primeros planos, e insertando a nuestra actriz protagónica, Adriana Paz, en la cotidianidad del metro en las escenas sobre todo cuando ella también es pasajera. Hubo otro tipo de escenas que tuvimos que hacer en la madrugada, en el horario de cierre del metro, con apoyo de autoridades y trabajadores, que fue como logramos resolver los rodajes en la cabina. En el aspecto más técnico, para poder entrar, efectivamente es un lugar muy estrecho, utilizamos una cámara muy pequeña en mano; tuvimos que despojarnos de la parafernalia tradicional del cine y resolver con ánimo más documentalero ese tema”.
¿Por qué da tanta carga simbólica al metro, incluso utiliza en los créditos su tipografía?
El metro es una gran metáfora de la Ciudad de México. Yo, como persona que ha vivido toda su vida en esta capital y como del metro, llamo a este lugar ecuménico, donde todos nos encontramos en breves espacios y tiempos, nos miramos las caras, no sabemos quiénes somos. Nuestras vidas están cargadas de lo que todas las vidas llevan: preocupaciones, gozos, violencias, problemas. Convivimos en un no-lugar, como lo llamaría el antropólogo Marc Augé, y en ese no-lugar nos observamos las caras durante un rato y después probablemente no nos volveremos a ver. ¿Quiénes somos y qué fue ese espacio que compartimos? Eso es una gran metáfora de la vida en una megalópolis como la nuestra.
Un gran atractivo de su filme es su reparto encabezado por Adriana Paz, que venía de ganar en Cannes por su papel de Epifanía en Emilia Pérez, y a Noé Hernández. ¿Cómo lo conjuntó?
Conozco a Adriana y a Noé desde hace muchos años, no es la primera vez que trabajo con ellos. Noé hizo un personaje muy importante en mi primer largometraje, Vaho, en sus inicios como actor. Y la primera vez que trabajé con Adriana fue en 2010, cuando ella también estaba en los albores de su carrera, y más adelante hice con ella un cortito, Luces brillantes (2015). Son dos de los más grandes actores de este país, sin duda, pero también son mis amigos. Y eso es un gran privilegio y me dio la posibilidad de acercarme directamente a ellos y proponerles el guion. A Adriana le gustó muchísimo y prácticamente dijo que sí desde el principio.
Y en la selección del personaje de Carlos López, que interpreta a Noé Hernández, para mí era muy importante que Adriana, que tiene una escena íntima muy fuerte con Noé en la película, trabajara con alguien con quien se sintiera en confianza y comodidad. La invitación a Noé fue una decisión que tomamos en consenso Adriana y yo, para generar las condiciones más propicias para que esa escena y la relación entre esos dos personajes, bastante compleja, quedara plasmada de la mejor forma posible.
Dalia busca a su esposo desaparecido. Epifanía, en Emilia Pérez, también tenía a un marido desaparecido, aunque quería que siguiera estando desaparecido. ¿De qué manera repercute esta circunstancia de ambos personajes, que encarna la misma actriz, en Arillo de hombre muerto?
Es una situación peculiar. Arillo de hombre muerto se filmó antes que Emilia Pérez. Adriana Paz terminó de filmar mi película y su siguiente proyecto fue ese. Obviamente, hay cuestiones que tienen que ver más con los modelos de producción y con los presupuestos, y la de Audiard se estrenó antes y tuvo la trayectoria que todos conocemos. Y, bueno, indudablemente, el destino de mi película se liga con todo lo ocurrido con Emilia Pérez. Me parece que son dos propuestas que plantean distintas preguntas sobre un tema similar y generan posibilidades de entender qué está ocurriendo.
En el caso de Arillo de hombre muerto, ¿cuáles son?
El foco principal tiene que ver con la cotidianidad del personaje, cómo su vida diaria se ve alterada, cómo su vida familiar se ve rota, cómo su vida laboral se ve acosada, cómo su economía se irá precarizando. Y cómo la sociedad y su indolencia va a arrojándola a un sitio del cual no puede salir, a un lugar encerrado, que es el de la víctima. Nosotros, como sociedad, como respuesta inconsciente quizás ante las dos décadas de violencia que llevamos viviendo, tenemos esta tendencia a colocar a las víctimas en formol y a olvidarnos de su humanidad. Esta película busca precisamente recuperar la humanidad de las víctimas, su complejidad, su condición humana en toda su expresión.

En esta película, vemos a Adriana Paz en toda su plenitud y esplendor actoral en el papel de Dalia.
Es una película que representa un desafío muy importante para Adriana, porque está en todas las escenas. Es un guion desde el punto de vista de Dalia y, en ese sentido, era imposible filmar nada si ella no estaba. Eso implicó que en todo llamado de las cinco semanas de rodaje, ella tenía que estar. Y eso para cualquier actriz es un reto mayúsculo. Es decir, filmar al ritmo que va toda la producción sin tener días de descanso adicionales a los que están en el programa de trabajo y llevar todo el sustento anímico de esta personaja, que es la que detona toda lo que ocurre en la historia, era un desafío muy grande —que ella responda a esta pregunta—, que me parece que le encantó asumir.
¿Qué cualidades destaca en Adriana Paz como actriz?
Adriana es una actriz portentosa, tiene una inteligencia extraordinaria, con una capacidad de transmitir sutilezas a través de su mirada y de su corporalidad, que para mí es muy notable y me siento absolutamente privilegiado de haber podido trabajar con ella. También es una actriz que está constantemente buscando subir el estándar de calidad, tanto de su trabajo como en el de la gente que la rodea. Y en ese sentido fue mi principal colaboradora creativa a la hora de hacer la película. Y creo que el resultado da cuenta de toda su capacidad y del alcance que tiene su talento histriónico.
¿Qué dificultades implica dirigir a una amiga, a alguien con quien ya ha trabajado, para evitar repetir personajes anteriores?
La clave aquí fue establecer una relación de director-actriz horizontal y de corresponsabilidad con lo que tenía que ocurrir en cada una de las escenas. En lugar de la idea tradicional de un director que da un mandato y los directores obedecen, que está un poco exagerada en el imaginario de la gente, aquí fue un constante diálogo alrededor de cada escena, y un constante estar buscando cuál era la mejor manera de concebir cada escena en el set. Teníamos un guion totalmente escrito, muy claro y muy preciso, pero ese guion era dúctil, es decir, podíamos tomar decisiones y estábamos abiertos, yo, ella y todo el equipo, a decidir: “mejor no digas este diálogo porque no está funcionando, busquemos otra cosa”. Eso convirtió el rodaje en una experiencia creativa muy disfrutable para ambos.
¿Quién es Dalia para Alejandro Gerber?
Es una colección de distintos momentos de distintas personas, que de alguna han estado gravitando alrededor de mi vida de manera muy importante, tiene detalles de las mujeres con las que he convivido, desde mi madre, mi hermana, parejas, distintas personas. Y tiene que ver con esta concepción de una feminidad compleja, vista desde los ojos de su propio cotidiano, no de estas ideas romantizadoras de la mujer, sino desde la mujer que tiene que cumplir múltiples roles en su vida, que está constantemente ocupada por las responsabilidades que tiene que llevar a cabo en el día a día, y que al mismo tiempo es madre, trabajadora, esposa, pero también una persona que está buscando la alegría, el gozo, el placer, y que las circunstancias de su vida aparentemente la orillan a quedar en este lugar encasillada de víctima, en donde da la impresión de que la propia sociedad la empuja ser eso y nada más que eso.

¿Qué diría que está planteando Dalia desde las profundidades del metro?
Una pregunta fundamental: si nosotros como sociedad le damos autorización a las víctimas a volver a ser felices, a volver a sentir placer, a seguir adelante con su vida. O si nosotros mismos como sociedad convertimos a las víctimas en monumentos y al hacer eso las deshumanizamos.
Otro protagonista es la foto de Hatuey Viveros. ¿Por qué el blanco y negro? ¿Buscó una simbología con ello?
La idea de hacer la película en blanco y negro viene de una cuestión que ocurre contemporáneamente con la ficción y con la relación entre la ficción y el espectador, en donde yo siento que nuestros códigos de representación se están modificando. Tenemos un espectador sumamente informado, yo lo llamaría verificador de la verosimilitud de las historias que se plantean en pantalla. Si bien el planteamiento de la película es absolutamente realista, nos planteamos una actuación completamente naturalista, locaciones realistas, situaciones documentadas mediante una investigación que correspondiera a lo que ocurre en la realidad en este tipo de casos (desapariciones), creía yo que ese realismo necesitaba un contenedor para que el espectador se relacionara con la película como se relaciona el espectador con la ficción, es decir, entrando al juego de la ficción y no cuestionando la ficción, que es algo muy común hoy en día, precisamente por lo que está ocurriendo con los códigos de representación.
¿Y de qué manera el blanco y negro opera en favor de la idea de ficción?
El blanco y negro me permitía deslocalizar la película de la geografía de la ciudad y de estas ansias de verificar la información que la película está dando y que nos sacan como espectadores de la ficción. Es la imposición de un código de representación que dice al espectador: Es una película, vela completa y la discutimos. No es esta sensación de ante cada diálogo, cada momento, cada detalle, el espectador se sale. Por ejemplo: el metro. Por la forma en que filmamos, no se podía establecer una geografía específica que dijera que Dalia trabaja en tal línea o va de una estación a otra. El blanco y negro nos permite hacer que eso no se note ante los ojos del espectador que vive en Ciudad de México y así el espectador se conecta emocionalmente con la historia. El blanco y negro ayuda a que el espectador renueve su mirada sobre sitios que conoce. El naranja tradicional del metro obliga al espectador a pensar en sus recorridos en el metro; en blanco y negro, lo ve con ojos nuevos, y fluye la ficción.
Habla de la crisis de violencia de dos décadas, que se visibilizó desde los sexenios de Vicente Fox y Felipe Calderón y que se ha venido agudizando después. ¿Dónde ubica su película dentro de toda esta filmografía sobre desaparecidos?
El tema de los desaparecidos en Latinoamérica es un continuo que viene desde la Segunda Guerra Mundial. Desde la década de los 50 no hay un solo país en Latinoamérica donde no haya una crisis de desaparecidos. Centroamérica en los 50; se traslada en los 60 y 70 a Sudamérica, regresa a Centroamérica. En los últimos 25 años ocurre en México. Y si bien son fenómenos geopolíticos distintos, hay una constante en ellos, que tiene que ver con la permanente intromisión de los intereses de Estados Unidos dentro los distintos territorios latinoamericanos. Es una situación sumamente compleja que casi define de alguna manera a los latinoamericanos.
Nos preocupa a todos. Y el hecho de numerosas películas aborden el tema tiene que ver con cómo hacemos para transitar a través de ese dolor y cómo hacemos para entender una situación en la que nos falta información, no sabemos realmente cómo son las redes del crimen organizado y de las posibles complicidades de los gobiernos que generan estas situaciones de violencia de las que somos rehenes.
Hay también un contexto sonoro, la música de Alex Otaola. ¿Qué rol quiso darle a su música?
Te hablaba de que el metro tiene esta metáfora, no sé si sea la palabra, pero la llamo ecuménica, en donde nos reunimos todos los habitantes de la ciudad aunque sea por breves minutos en las entrañas de la ciudad, cada quien recorriendo sus propios caminos. Eso me llevó a la posibilidad de un planteamiento sacro de ese lugar, en donde todos esos encuentros me daban la idea como de un templo, un templo móvil en el que nos movemos por la ciudad. Y eso me hizo pensar en un instrumento específico: el órgano de iglesia como posible lamento para la composición musical.
Cuando hablé con Alex para que hiciera la música y le propuse eso, la gran fortuna es que es un músico que no le tiene miedo a nada, que total y absolutamente busca nuevos sonidos y sonoridades, y para él fue una experiencia muy nueva, pero al mismo tiempo estimulante, componer para un instrumento que los músicos contemporáneos no suelen utilizar, porque sólo existe en espacios muy específicos. Por eso optamos por utilizar un órgano de iglesia como instrumento principal para el score.
La última escena es un recorrido por un pasaje del metro. Me pregunté: ¿por qué un lugar por donde transitan 3.5 millones de personas a diario no es utilizado por las autoridades para, en lugar de poner publicidad comercial o propaganda política, desplegar los rostros de la gente desaparecida? La escena final de Arillo de hombre muerto es una bofetada a todos nosotros, el metro debería servir para recuperar esa memoria.
La idea que rige esas escenas tiene que ver con que, frente a ciertas situaciones de violencia, la misma sociedad expropia el rostro de las víctimas y se lo apropia. Y en esa operación, sin querer, como efecto secundario, terminamos deshumanizando a las personas que han vivido situaciones de violencia. Me preocupa a mí cierto tratamiento que muchas historias en que vemos a las víctimas de desaparición forzada y otros eventos de violencia como entidades heroicas y el problema con las entidades heroicas es que nos permiten a todos los demás seguir con nuestra vida normal sin preocuparnos por nuestro lugar en la sociedad y nuestra corresponsabilidad en lo que ocurre. Es una operación muy frecuente: tomamos la vida de una persona como ejemplo, la convertimos en estatua y dejamos de vincularnos realmente con aquello que nos compete como de una sociedad.
AQ