Guillermo Saccomanno: “El sueño de todo escritor es fundar su propio pueblo”

Entrevista

El autor argentino conversa sobre su novela 'Arderá el viento', ganadora del Premio Alfaguara 2025, y reflexiona sobre la lengua como territorio y la tradición que atraviesa sus historias.

Guillermo Saccomanno disfruta la conversación literaria. Mejor dicho: prefiere la conversación literaria. A varios miles de kilómetros de su terruño, este escritor argentino siente el alivio de quien puede saltarse un examen de civismo. Está fastidiado de responder preguntas sobre la economía argentina o las estrambóticas declaraciones de Javier Milei.

En México puede hablar de literatura y nada más.

Apenas llega al punto de reunión, se excusa por el semblante somnoliento. Han sido días de ajetreo. El trajín promocional de su libro más reciente lo ha tenido ocupado casi una semana en presentaciones, conversatorios y charlas con la prensa. Es el itinerario de un ganador del Premio Alfaguara de novela.

Saccomanno (Buenos Aires, 1948) es un escritor veterano que aún se permite las vacilaciones del novicio. No obstante su nutrida bibliografía y una profusa vitrina de premios y reconocimientos, flaquea ante la incertidumbre: ¿será capaz de escribir algo tan bueno como el libro anterior? ¿En qué momento es pertinente soltar la novela? ¿Por qué escribe lo que escribe?

“Son preguntas raras que es mejor no hacerse cuando estás escribiendo”, ite. “Porque si te preguntás eso en pleno proceso, estás frito. Mejor seguir y después hacerse cargo de las consecuencias”.

Quizás, en el fondo, esas preguntas no definen el grado de experiencia ni la construcción cabal del oficio. Acaso, son la comprobación de que en la escritura la incomodidad es la forma más estable de la creatividad.

Arderá el viento, la historia que lo consagró con ese reconocimiento, es compacta en su longitud pero espesa en su manera de contar. Como sucede con otras grandes obras, su virtud no descansa tanto en la anécdota como en la textura de su lenguaje. Sin embargo, es nuestra entrada a este universo saccomanniano. Los Esterházy —matrimonio singular con un pasado potencialmente turbio— llegan a la Villa, un pequeño pueblo costero de arraigadas tradiciones donde, cómo no, pululan los secretos y el chismorreo. En la médula de la trama está un hotel, el Habsburgo, cuya venta descorre el entramado de apariencias que sostenían este latente infierno doméstico.

Durante nuestra conversación, hablamos del vértigo que sigue a un reconocimiento inesperado, de la lengua como patria y de la tradición que atraviesa sus historias.


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Has recibido varios, pero este llega en una etapa distinta de tu carrera. ¿Qué representa para ti el Premio Alfaguara?

Mirá, todos los premios son importantes, tanto el primero como el último, porque prueban un reconocimiento. Y también que el trabajo que venís haciendo —considerando que el nuestro es un oficio de incertidumbre—, de alguna manera encuentra eco. Nunca tenés certeza sobre la suerte de un libro. No sabés si lo que escribís te va a conformar, y si te conforma, no sabés si va a conformar a un editor. Que te publiquen ya es otra cosa. Cuando sos joven, eso es una tensión constante. Y cuando el libro finalmente sale, tampoco sabés quién lo leerá ni qué pensará.

Esto me pasó también con Arderá el viento. Y esta consagración —pequeña o grande, según cómo se mire— que significa el Premio Alfaguara es muy significativa. No hablo solo de Argentina o España, sino del reconocimiento en toda la lengua hispana. Pero hay que tener cuidado: lo peor que uno puede hacer es creérsela. Infatuarse con un premio. Celebro haberlo ganado, claro, pero no me voy a creer que soy, no sé, Carlos Fuentes. Hay que tener cierta cautela.

El premio impone respeto, pero también una inquietud: ¿voy a poder escribir algo a la altura de esto? Trato de que mis libros no se parezcan entre sí, pero me pregunto si podré alcanzar de nuevo esta cota que no imaginé. El premio es grande, pero uno se siente chico.

Pienso en casos como el de Xavier Velasco, que ganó el Alfaguara muy joven, con Diablo Guardián y catapultó su carrera. En tu caso, llega tras décadas de trayectoria. ¿Eso modifica su peso?

Sí, claro. Te incorpora a otra conversación. Publicar en Argentina muchas veces significa estar al margen. Tus libros no llegan a Uruguay, a Chile, a los países vecinos. Sentís que en Latinoamérica no te leen.

Yo soy de una generación ya veterana. Me formé con el boom latinoamericano. A los dieciséis años, armaba mi biblioteca con García Márquez, Juan Rulfo, José Agustín... cantidad de escritores latinoamericanos.

¿Qué lugar ocupa Arderá el viento en tu obra?

Recién ahora, con el premio, empiezo a dimensionarla. Cuando la terminé, antes de mandarla al certamen, sabía que era una novela bastante redonda. Pero con miedo. Porque antes escribí Cámara Gesell, una novela de seiscientas páginas ambientada en la Villa, con esa misma ambición de totalidad. Tardé seis o siete años en escribirla. Y ahora volvía a ese mismo territorio.

Tenía miedo de repetirme. Pero también pensaba: si Faulkner tuvo su Yoknapatawpha, si Rulfo tuvo Comala, si García Márquez tuvo Macondo, si Onetti tuvo Santa María… ¿por qué yo no puedo tener el mío? El sueño de todo escritor es fundar su propio pueblo.

Uno de los lugares centrales de la novela es el Hotel Habsburgo. ¿Qué hay de literario en esos espacios?

Viví un tiempo en un hotel. Yo escribía ahí, en invierno, cuando no había turistas. Hay algo en esos espacios vacíos que te atrae. No soy supersticioso ni estoy armando literatura fantástica, pero esos lugares conservan algo: una vibración, un eco. Las habitaciones parecen guardar secretos. Tienen aura.

Portada de 'Arderá el viento' ganadora del Premio Alfaguara de novela 2025. (Cortesía)
Portada de 'Arderá el viento' ganadora del Premio Alfaguara de novela 2025. (Cortesía)


En Arderá el viento, el mal no llega al pueblo con los forasteros: parece que ya estaba ahí, latente. ¿Estás de acuerdo?

Totalmente. La familia que llega —ese “ellos”— revela el infierno. El mal ya estaba. Ellos simplemente lo exponen. A través de Moni, la madre, que se vincula con el poder mediante su cuerpo, conocemos los entrelazamientos del pueblo. Sus miserias, sus virtudes, que muchas veces son la misma cosa. En ese pueblo, uno no es lo que es, sino lo que los otros creen que es. Te construyen con rumores, con prejuicios, con sospechas. Te adjudican un personaje. Y no siempre podés romperlo.

Has dicho que no te atrae la ficción reciente. ¿Qué lees, entonces? ¿Dónde encuentras la potencia para tu lenguaje?

Leo poesía y filosofía. Ahí encuentro la iluminación. En un solo verso de Rimbaud hay un tratado entero sobre la identidad. Lo mismo con Alejandra Pizarnik, con Wittgenstein, a quien leo como si fuera poesía. No podés seguir leyendo después de un buen poema, porque te detiene y el efecto dura todo el día.

Hoy la mayoría de las novelas me parecen normativas, como si quisieran hacerle fácil la vida al lector. Yo no creo en el mensaje. Si pensás tu novela como mensaje, ya perdiste. Y la novela —como género— permite incorporar otros registros: el policial, el romántico, el gótico. En ésta, aunque es breve, hay algo de todo eso. Y eso viene también de mis lecturas afortunadamente desordenadas.

La novela está plagada de palabras propias del español rioplatense. ¿Esa dimensión lingüística es también una decisión estética?

Sí. La patria de un escritor es su lengua. Algunos cambian de idioma, como Beckett, pero yo creo en escribir desde la lengua a la que uno pertenece. No la que te pertenece a vos, sino a la que vos pertenecés.

En Argentina tenemos muchos registros. El cordobés, el chaqueño, el porteño. Y encima el lunfardo, que entra por todos lados. En esta novela no podía escapar de esa alternancia entre lenguaje culto y plebeyo.

¿Te sientes hermanado con alguna tradición narrativa, argentina o latinoamericana?

En Argentina, siento el peso de la literatura de Roberto Arlt. Pero también con todo lo que leí a los quince: Faulkner, Hemingway, Marguerite Duras, Cabrera Infante, Dostoyevski y, por supuesto, la literatura mexicana. Descubrí a Fuentes, a Rulfo, a Elena Garro. Fue una época de lecturas poderosas. Hoy me parece que la literatura es más lábil, más fácil. Busca complacer, ser clara. Yo creo que mi novela es clara, pero no en el sentido que se espera. Me han dicho: “hay muchos personajes y me perdí”. Bueno, entrá en la novela. Caminála como quien entra a un pueblo e irás descubriendo quién es quién.

ÁSS

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Ángel Soto
  • Ángel Soto
  • Periodista cultural y escritor. Es editor digital de Laberinto, el suplemento cultural de MILENIO, donde escribe sobre literatura, música y cine. Sus textos, fotografías y poemas han aparecido en la Revista de la Universidad de México, Langosta Literaria, Punto de partida, Algarabía Niños, Picnic y Yaconic. Es creador del podcast y newsletter "Tinta y voz".
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