Luis Ignacio Helguera escribió hace muchísimos años un pequeño ensayo que se llamaba “La música de mis vecinos”. Comenzaba diciendo: “Pocas cosas tan buenas depositarias de mi odio, tengo que confesarlo, como la música de mi vecino. Apenas enciende el radio, acciona el tocadiscos o se pone a cantar, sé que el día o un apreciable rato del mismo ya se me echó a perder, a menos que me tome el trabajo de cerrar puertas y ventanas. Y no se trata en realidad de un vecino melómano, sino de varios.” Después procedía a describir los gustos de sus vecinos: la música ranchera, las baladas románticas, la música “gringa de restaurant barato o de supermercado”. El peor era el que para dizque educar a los anteriores, los domingos ponía highlights de la música clásica a todo volumen: la quinta de Beethoven, el bolero de Ravel, etc.
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No me molesta y hasta disfruto la convivencia vecinal —de hecho, los de la música en el edificio somos nosotros—, pero acepto que exige en algunos casos ciertos grados de tolerancia y talante filosófico. No sólo la música: los vecinos tenemos gatos y perros que a su manera son vecinos también. Hay quien enciende bombas de agua a altas horas de la noche, quien discute en voz alta, quien a veces gime de dolor o placer (y no es fácil distinguir para ir a preguntar si acaso se requiere ayuda). De alguna manera, la ajenidad se manifiesta en los ecos de vidas que sólo adivinamos y no comprendemos del todo excepto que están a unos pocos pasos. A veces, subiendo por las escaleras, distingo el aroma de lo que en cada piso se cocina y se me antoja más que la comida que preparamos en casa. En las mañanas, los perfumes y las colonias que animan a los vecinos a enfrentar el día me hacen pensar que tenemos un destino compartido, oculto en los rituales cotidianos.
Supongo que una de las ventajas de haber sido nómadas fue que no teníamos vecinos. Si llegaba a haberlos, se sabía que era por poco tiempo y no había necesidad de pelear por el espacio, a menos que se tratara de una invasión. Los vecinos serían los mismos de la tribu, casi una familia, lo cual era distinto, pues con los vecinos es necesario ponerse de acuerdo.
La relación con los vecinos se puede ir extendiendo a aquella que tenemos con el barrio, la ciudad, el país. De todos lados nos llegan ecos a los que reaccionamos como en el vecindario: ocultándonos o arengando, con indiferencia filosófica o interés. Para un melómano como Helguera, la música de los vecinos representaba la imposibilidad de convivir; si acaso se vengaba escuchando a Prokofiev a todo volumen. Cuesta trabajo hacer lo mismo y encerrarse en lo propio, cuando tantas músicas resuenan por todas partes.
AQ