Cultura
  • Con ‘Cantinflas’ en Camboya

  • Crónica

Templos de Angkor. En sánscrito antiguo, "Angkor" significa "ciudad". (Wikimedia Commons)

Una visita por ese extraordinario país bajo la guía de un singular personaje detona una profunda reflexión sobre su historia y la manera como se sobrepuso a la época de terror de los jemeres rojos.

El viaje

El 12 de noviembre de 2024, una hermana, un hermano y yo, ya todos en la tercera edad —yo con bastón—, abordamos en Hanoi un pequeño aeroplano, de esos que tienen un solo pasillo en medio, hacia Camboya. Era parte de un viaje centrado en Vietnam, donde vivía un cuarto hermano, que por trabajo, no pudo acompañarnos a todas partes.

Tras unas dos horas de vuelo, descendimos en Seam Reap y vimos a un joven levantando un cartón con nuestros nombres. Nos pidió en inglés los pasaportes y a los tres minutos nos dijo, ya está listo lo de migración, vamos por el equipaje. Acomodó en un carrito nuestras sencillas maletas, y nos indicó que lo siguiéramos. Rituales de rutina, pero no para mí que he viajado por años en forma independiente, y estoy acostumbrada a hacer infinitas filas de migración en diversos países, a arrastrar mi equipaje, a pedir mapas, a indagar sobre el transporte… —claro, tenía menos años. Aprecié de corazón el encanto de tener los trámites allanados por una agencia.

El joven nos condujo hacia un hombre de edad madura, no muy alto, moreno y enjuto, de mirada vivaz, tocado con una kufiya a cuadros, el símbolo de la resistencia palestina, que pocos usan en Camboya. Nos dijo en un español extraño pero claro: “Bienvenidos, yo voy a ser su guía en Seam Reap; mi nombre es Mario Moreno, me pueden decir Cantinflas”. Después de la sorpresa y la risa inevitable, lo miré con atención y constaté su extraordinario parecido con el cómico mexicano; no me hubiera extrañado que de pronto empezara a mover las caderas para ejecutar el danzón “Nereidas” con su peculiar estilo.

El trayecto del aeropuerto a la zona hotelera en una camioneta grande y cómoda, duró como una hora. La noche, pese al aire acondicionado, se percibía calurosa, por la neblina acumulada en las ventanillas, y algún insecto estrellado en el parabrisas. En la oscuridad destacaban las ocasionales luces de escasas tienditas o humildes viviendas, como las que se encuentran en algunos caminos de Campeche o Tabasco, con los habitantes sentados afuera, bebiendo algo para refrescarse. En todo el trayecto el guía no paró de hablar; ya me caía medio mal porque interrumpía mis reflexiones —o tal vez porque con frecuencia yo también soy incapaz de estar callada.

El hombre nos contó que había pasado muchos años en Cuba, donde aprendió el idioma que, en su desempeño como guía en Camboya, constituía una capacidad excepcional y ventajosa. A veces interrumpía su relato, entonando con voz destemplada y rasposa “eternamente bella, bella, con un hechizo de gitana” (oh, tierno homenaje a Alejandra Guzmán!), o bien “tú, mi eternamente tú” de su irado Luis Miguel. Parecía gustarle en especial la palabra eternamente.

Estábamos ya un tanto cansados cuando nos llevó a un hotel modesto que, no obstante, ostentaba cuatro estrellas; lucía sillones colgantes de mimbre en el vestíbulo y muchos espejos. Cruzando la calle había un bazar enorme, abigarrado como suelen serlo, lleno de luces, variopinto y ruidoso. Puestos de ropa, artesanía y suvenires se amontonaban alternando con algunos establecimientos de comida al aire libre, no demasiado diferentes en la apariencia de los puestos de tacos mexicanos; pero en Seam Reap los clientes no solo tenían la opción de estar de pie, también se ofrecían sillas y mesas, si bien, para nosotros diminutas, como las que vemos en nuestros jardines de niños. A esas nueve o diez de la noche, el sitio bullía de turistas, música y voces.

Una vez aventadas las maletas y cambiado los zapatos, digo, instalados, mis hermanos salieron a buscar un sitio para cenar algo de la región. Yo preferí el restaurante del hotel; disfruté un delicioso mango en rebanadas, panecillos con queso y vino blanco helado, todo mejorado por la amabilidad de la sonriente chica que atendía. Los días siguientes, conocería el amok, ese pescado cocido al vapor en leche de coco con verduras, entre otras exquisiteces de la cocina camboyana.

Después de cenar, alcancé a mis familiares en el mercado, para un breve recorrido. No hay que comprar nada, insistí, acabamos de llegar, no sabemos que otras cosas habrá después… Imposible. Las artesanías de todo tipo nos imantaban. Los marchantes, como si estuviéramos en la antigua Lagunilla, o en una tienda de Estambul, regateaban con habilidad, ofrecían rebajar el precio más y más, hasta que comprábamos un Buda de cristal, un elefante de piedra, collares, mascadas de seda, blusas de lino…

Las vendedoras y los vendedores, de todas las edades, que manejaban el mínimo inglés necesario para sus negocios, respondían a las descripciones leídas antes por mí, sonrientes y afables, de modales respetuosos. Mark Aguirre, que escribe sobre la vida en Camboya a inicios del siglo XXI, subraya la falta de agresividad y constante cortesía de los camboyanos.

Al día siguiente, muy temprano llegaron el guía, a quien, para no estar recordando a Cantinflas, llamaré Samai, un nombre camboyano que me gusta porque significa tanto moderno como ensueño; y el conductor, Munny, que quiere decir listo. Samai nos obsequió kufiyas de colores —en Camboya también les dicen kramas— a los tres. Nos reímos mucho probándonoslas y sacando fotos. Nos recordó el guía que en todos los templos mujeres y hombres debíamos llevar los hombros cubiertos.

La ciudad de los dioses

En el trayecto, entre chistes y canciones, Samai nos explicó por qué los templos de Angkor —antigua palabra del sánscrito que significa ciudad— son una visita obligada para los turistas. Se trata de un conjunto de construcciones, entre las mejores del mundo antiguo, de gran riqueza arquitectónica y artística. Una ciudad de piedra, Patrimonio de la Humanidad. Aunque ahora esté parcialmente en ruinas.

La zona de Angkor, de acuerdo con las guías turísticas, estuvo habitada por pequeños pueblos desde el siglo I d.C., pero en el año 802 d.C., un rey venció a las demás tribus, las unificó y se declaró rey-dios. Tanto él como sus descendientes construyeron grandes centros religiosos. Fundaron así una cultura jemer, al inicio muy influida por la India, que generó creencias, costumbres, estilos.

Entre los siglos IX y XIII el reino de Kambuya, con capital en Angkor, gobernó, además del actual territorio de Camboya, partes de Tailandia, de Laos y de Vietnam; por eso en estas regiones encontramos templos similares: se habla de la edad dorada de la civilización jemer tanto en la política como en la cultura.

La grandeza finalizó en el siglo XV cuando, después de muchos intentos fallidos, Tailandia tomó Angkor, y Camboya pasó a ser un territorio vasallo de sus países vecinos. A mediados del siglo XIX fue convertida en un protectorado francés; junto a Vietnam y Laos, formó parte de la Indochina sa; declaró su independencia en 1953.

Esa mañana soleada en Siem Reap, nos dirigíamos hacia Angkor Wat, el templo hinduista más grande y mejor conservado de lo que fue el enorme parque arqueológico de Angkor.

Se construyó a principios del siglo XII, como hogar espiritual del dios hindú Vishnú, por ello arquitectónicamente ostenta la tipología hinduista del templo monte, representa el Monte Meru, morada de los dioses. Pero en el siglo XV, un rey hizo del budismo Theravada la religión oficial del estado, y sigue así hasta el momento presente. La arquitectura del templo combina el culto a ambas deidades, Vishnú y Buda. En la actualidad, el 95 por ciento de los camboyanos practica el budismo.

Sin que se tenga del todo claro por qué, en el siglo XV, Angkor Wat fue abandonado por la población, si bien permanecieron cuidándolo monjes budistas. Pero a partir del XVI, diversos viajeros europeos lo visitaron y registraron su existencia; también hubo visitas de peregrinos japoneses; en el XIX fue redescubierto y popularizado por un explorador francés, y se difundió su belleza e importancia.

Así, Angkor Wat ha resistido los embates naturales del paso del tiempo, y presenciado los intensos cambios sociales de Camboya a lo largo de la historia. Dado que la cultura camboyana actual es hereditaria de la del Imperio de Angkor, el templo es considerado un icono vinculado a la identidad del país; de ahí que esté impreso en la bandera nacional.

Como las otras edificaciones, el templo está situado en plena selva: una densa vegetación donde alguna vez habitaron tapires, ciervos, cocodrilos, tigres, serpientes, nos describía Samai; y ahora, pues, no se localizaban a simple vista más que las aves que nos acompañaban con sus trinos y unos curiosos monitos café claro, pequeños y simpáticos que corrían y trepaban a los árboles. Se llaman macacos, dijo el guía mientras avanzábamos despacio por un sendero de tierra, sudando, bebiendo agua, controlando el jadeo. Nos acercábamos al templo y desde la primera mirada nos pareció imponente: tres recintos rectangulares concéntricos de altura creciente, rodeados por un lago. En el recinto interior se elevan cinco torres en forma de loto. Cada torre tiene una significación, detallan las guías turísticas.

A Angkor Wat se accede por una gran entrada, y luego sucesivas entradas, escaleras grandes, a veces sin barandal, cada piso va revelando sus tesoros.

El templo está construído con poderosas rocas enormes, ensambladas sin adhesivos, y en contraste, los acabados en las orillas ostentan un delicado trabajo como filigrana, un encaje que me evocaba los edificios coloniales mexicanos. Cubren las paredes del templo bajorrelieves que permiten apreciar la historia y las leyendas de Camboya. Lo mismo retoman escenas muy imaginativas de antiguas narraciones hindúes, guerras fantásticas, que captan momentos de la vida cotidiana. Encontramos también imágenes de los perfectos cuerpos de las bailarinas de la cultura jemer. En luchas, siembras y bailes, el tallado escultórico sugiere movimiento.

Dejamos el templo un tanto extasiados, con una exaltación que no se vincula necesariamente a lo religioso, sino a un presentimiento de algo que rebasa la materia y la racionalidad. Sin embargo, el éxtasis no duró mucho. Apenas salimos del templo y tomamos el caminito terroso, nos fijamos en una especie de nicho de concreto al que no habíamos prestado antes atención. Dentro, tocaba una orquesta de músicos con un cartel que explicaba eran mutilados por las bombas que dejaron las guerras.

La noche de Pol Pot

Para regresar nos tumbamos en la camioneta, exhaustos por el bochorno y la caminata; el hechizo, con la última visión, si no se había roto, al menos se había horadado. Munny, el conductor, con innata cortesía, sonriendo, nos proporcionó agua para beber y toallas heladas para refrescarnos.

Al escuchar nuestros comentarios, Samai-Cantinflas empezó a relatarnos partes significativas de su niñez. Bajando un poco la voz, como si alguien pudiera estar espiando, nos contó que en su infancia, él y su padre habían sido recluídos en uno de los campos de segregación del régimen de Pol Pot. En una choza pasaron hambre, frío y trabajos forzados. El papá había muerto al no poder contar con los medicamentos que su diabetes reclamaba; a él, un niño de cinco años, le encomendaron el cuidado de tres vacas. Un día una escapó y el pequeño, sabedor de que eso podía costarle la vida, salió a buscarla por diversas zonas alrededor. No la encontraba, y decidió huir sin saber a donde, corría y corría, tratando de ocultarse entre los árboles. Al llegar a este punto, la voz de Samai se había vuelto un susurro; los tres hermanos estábamos inclinados para escuchar mejor, visualizábamos al pequeño andrajoso escondiéndose en el bosque, casi podíamos escuchar su entrecortada respiración, olfatear su miedo… Tras una laguna en su relato, y sin explicar cómo, contó que fue asilado por la embajada cubana y enviado a la isla, donde pasó varios años. Muy conmovidos, ninguno de nosotros se atrevía a preguntar nada.

Ya en el hotel me acosté sin poder pensar en otra cosa que en el pequeño. A ráfagas entre pesadillas, fui recordando una antigua lectura, el estupendo ensayo de José María Pérez Gay sobre la oscuridad que de 1975 a 1979 vivió el hermoso país que nos albergaba, bajo el gobierno de los jémeres rojos. Se llamó entonces Kampuchea democrática.

Enmarcando la historia en la compleja coyuntura internacional, con especial énfasis en la guerra de Viet Nam, Pérez Gay documenta como un puñado de brillantes y afortunados jóvenes camboyanos que estudiaban en el París de la posguerra, y se vinculaban a Partido Comunista francés, se reunían y organizaban con la intención de salvar a su país, imponiéndole un sistema como el maoista.

Tras una etapa de guerrillas, los más radicales del grupo, cuya cabeza visible era Pol Pot, aprovecharon el débil gobierno camboyano establecido tras la independencia de los ses, y tomaron el poder. Vagamente venían a mi memoria rasgos del polpotismo que a mi regreso a México leería multiplicados: la aniquilación de las personas de todas las edades a las que el nuevo poder veía como burguesía o clases privilegiadas, la intención de acabar con las ciudades y sus habitantes para purificar las consecuencias del capitalismo y construir la utopía de un país agrario, con herramientas muy primitivas, los campesinos eran los únicos considerados pueblo.

Purificar el país, lo mismo significaba destruir bibliotecas, que la prohibición de usar ropa de colores, o torturar a alguien por robar una mazorca. El polpotismo como la revolución cultural china, como el estalinismo, terminaron pulverizando mis utopías sesentayocheras; ver con recelo las consignas que usamos muchos jóvenes en los sesentas, acabar con la burguesía, con el individualismo, todo para la comunidad; todas se habían usado con fines aniquiladores.

En el intento purificador, los jémeres rojos en cuatro años exterminaron a la tercera parte de la población, y los que vivieron en los campos padecieron una distopía totalitarista como las peores concebidas en la literatura.

En la línea maoista, los polpotianos se propusieron acabar con las familias. Las autocríticas y delaciones se volvieron tan cotidianas como las sesiones obligatorias de adoctrinamiento, donde se repetían los lemas de un ente más allá de lo humano a quien solo conocían por la voz: Angkar. Angkar, el Gran Hermano quien, debido a la paranoia creciente de los gobernantes, hacía sentir a los prisioneros que los vigilaba constantemente, imponiéndoles el miedo. La prohibición de expresar sentimientos o manifestarlos tocándose eran un sufrimiento adicional para los pobladores.

Ya en mi país, leí testimonios de muchas víctimas de los campos. Todas padecieron carencias infinitas: chozas pobres, labores esclavas, hambre, pues se alimentaban de algas de pantano, algún pececillo ocasional e insectos. La sa Denise Affonço, trabajadora en la embajada sa, cuyo marido como muchos recibió con entusiasmo a los jémeres rojos, irando su propuesta nacionalista, miró morir de hambre, exceso de trabajo y enfermedad a sus hijos. Llama a la etapa el infierno y cuenta detalles como que a veces escondía en su ropa un pequeño pez semipodrido para obsequiar algunas proteínas a la familia.

O Pin Yathay, quien por ser ingeniero y servidor público estaba destinado a ser tratado como un enemigo por los jémeres. Después de dos años logró escapar y se dedicó a difundir la tragedia camboyana; nunca repuesto de haber tenido que abandonar a un hijo. Pin Yathay titula su libro con el único consejo que le daba su padre: Mantente vivo, hijo mío.

También las tristes imágenes de los músicos tenían explicación. En marzo de 1969, los Estados Unidos llevaron a cabo bombadeos secretos, al norte de Camboya, para obstaculizar a Ho Chi Min. En forma ilegal, Camboya que no estaba oficialmente en guerra contra los Estados Unidos, recibió en cuatro años más bombas que Japón en la Segunda Guerra Mundial.

Leí una nota sobre un joven llamado Aki Ra, que de niño fue obligado por los jémeres a servirles como soldado, y como muchos otros a sembrar minas unipersonales. Terminado el polpotismo, Aki Ra ha dedicado su vida a desenterrar y desactivar minas. Aún hay muchas por encontrar.

Los testimonios coinciden, de formas diversas se preguntan cómo los otros países apoyaron a Pol Pot, incluso cuando se empezó a saber de fosas de cadáveres a escasa profundidad y cuevas llenas de cráneos.

En abril de 1975, en el margen de la Guerra de Vietnam, las tropas del Jemer Rojo, entraron en Phnom Penh, la capital de Camboya y tomaron el poder.

Después de medio siglo, vale la pena recordar este régimen que tendría que entrar en la historia universal de la infamia.

Ignoraba mucho acerca de la historia de Camboya en aquel noviembre de 2024. Me pregunto cómo los hombres y las mujeres habían reconstruido sus vidas, recuperado sus bellísimos templos, practicando el trato amable para con los turistas. Aún me lo pregunto. Sin embargo, en el momento en que íbamos a abordar el avión a Hanoi, sin tener muy claro por qué los tres hermanos de edad avanzada nos tomamos de las manos para protegernos de quién sabe qué.

AQ

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