
En nuestros tiempos acelerados, todavía sobreviven rituales lentos. Pienso en esa gente original que acaba sus tareas y se dedica a leer, prescindiendo del vértigo tentador de las redes sociales, la hipnosis de las pantallas, los anestesiantes píxeles de colores. Algunas de esas personas asombrosas encuentran a otros adictos a la imaginación y organizan juntos un club de lectura. Como ellos, en siglos de ritmo más pausado, al acabar el día, las familias buscaban la lumbre de las hogueras y de las historias.
Tenemos noticia de un club de lectura ya en el siglo XV. Lo cuenta una curiosa crónica titulada “El Evangelio de las Ruecas”. Describe seis veladas en las que varias vecinas de una localidad sa se reúnen en un lugar y hora convenidos, equipadas con husos, lino y libros. Leen pasajes sobre amoríos, matrimonios y costumbres, y charlan con la picardía y los conocimientos ancestrales de los que se sienten depositarias. Mientras hablan y ríen, tejen con hábiles dedos, como si fueran conscientes de que todo texto es un tejido. Interrumpen, comentan, plantean objeciones, explican sus opiniones, imaginan una realidad distinta. También hoy, pequeños grupos de soñadores imaginan el futuro al calor de los libros, convirtiendo la literatura en conversación, amistad y hallazgo. Saben que, hablando sobre otros mundos posibles, comprendemos mejor el nuestro.