Hace unas semanas Wired publicó un artículo titulado “Los millennials se están saliendo de redes sociales y no saben a dónde ir”, que inicia con esta frase: “La edad de oro de la conectividad está llegando a su fin”. Después afirma que las redes como las conocemos ya no existen, que “la fiesta se acabó” y que eso está bien. No aporta los datos duros suficientes para sostener una idea tan lapidaria, pero sí expone una tendencia clara: los millennials ya no nos sentimos cómodos con las redes sociales existentes y ya no sabemos de dónde obtener esa dopamina que durante 25 años nos ha llegado de recibir likes, retuits o fueguitos.
Quienes nacimos en los ochentas y principios de los noventas nos volvimos adultos en el boom de las redes sociales, que acaban de cumplir su primer cuarto de siglo. Siempre fueron innovadoras, nos entregaron formas nuevas de conectarnos con gente cercana y extraña, de ampliar nuestro conocimiento o de amplificar nuestro trabajo. Sobre todo, lograron conseguir siempre nuestra atención y tiempo. En esta economía del entretenimiento, donde lo más importante es conseguir la atención de la gente, las redes lo han obtenido a niveles preocupantes, pues la adicción y problemas mentales (depresión, dismorfia, ansiedad) han estado siempre ligadas a ellas –y ni hablar de la afectación a la democracia global–.
Sin embargo, ahora esa innovación y emoción se han convertido en casi nada. Facebook se enfocó tanto en el metaverso que incluso cambió su nombre, pero hasta ahora no ha logrado presentar algún avance que emocione a una audiencia antes cautiva. Tras la compra de Twitter por parte de Elon Musk, se han desarrollado apps muy similares y con muy poca innovación para quienes decidieron irse de ahí. Tras el crecimiento de TikTok, Instagram se ha convertido en su copia con feeds llenos de videos de gente que uno no sigue y de stories con anuncios mal targueteados que complican la experiencia de .
Ya en noviembre del año pasado The Atlantic había publicado un artículo titulado “Instagram está acabado”. Citaba una encuesta de Piper Sandler según la cual, de 14 mil 500 adolescentes encuestados, solo 20 por ciento nombró Instagram como su aplicación de redes sociales favorita. TikTok ocupaba el primer lugar y Snapchat, el segundo. Sobre Twitter –ese coliseo de peleas en barro–, una frase del periodista estadunidense Ezra Klein es muy contundente: “¿Por qué alguien querría seguir discutiendo ideas ahí, aportándole valor a la red de Elon Musk?”. TikTok, más allá de su auge, es un producto ligado al gobierno chino del cual no tenemos idea de qué hace con nuestros datos, si puede espiarnos o cuáles son sus reglamentos sobre discursos de odio o propaganda.
Hoy, las redes solo están enfocadas en poder mantener su pedazo del pastel publicitario y ganar dinero ya sea a través de suscripciones, compras o productos basados en inteligencia artificial. Sobre todo, hacen cambios mínimos pero que venden como increíbles para poder mantener nuestra atención, que ya se reparte entre docenas de aplicaciones distintas.
En mi caso, ya (casi) solo las uso para temas profesionales. A veces extraño esa dopamina y regalarles mi atención, husmear en los momentos perfectos (¿perfectos?) de viajes, comidas y amor de la gente que sigo –o la que me dicen las apps que debería ver–, pero la vida(casi) fuera de ellas cada vez se siente mejor.