Cultura

Arrullos | Por Sandra Lorenzano

Literatura

La memoria materna emerge como los sonidos primordiales que persisten ante el silencio y la fragilidad.

Para Pepe Gordon, por aquella

conversación en un aeropuerto

1.

Siempre es una voz lo que regresa

el pasado impreso en el oído

como oleaje apenas vislumbrado

susurro amoroso

inteligible sólo en el sueño

          Qué me dice mi madre por las noches

          Qué palabra suya me acaricia


Pronto serán los únicos sonidos que perciba:

su voz y el canto de mi hija

          arrorró mi niña

          arrorró mi sol

(supe de arrullos antiguos / voces generosas los pusieron en mi pecho)

lo demás será ruido

confusión

oscuridad en llamas


Hincada sobre la tierra

sembraré el primer balbuceo

          tal vez no sea otro el mandato divino:

          nacerá de tal semilla la palabra justa


¿Te han habitado acaso los fantasmas?

¿Te han hablado con dulzura en la penumbra?

¿Has cantado con ellos cuando entra la noche?

          arrorró mi niña

          arrorró mi sol


Siempre es una voz lo que regresa

Voraz tatuaje que tiembla bajo el agua.


2.

“Perdí la voz”, me dice Laura.

Y yo imagino una escena de Hansel y Gretel: los pájaros comiéndose los trozos de pan que marcan el camino para encontrarla.

“Perdí la voz”.

Las voces se pierden y regresan como silencio. Grito callado.

Una madre grita ante la cámara. Primer plano. Estruendo silencioso. Puro dolor. La película se llama -significativamente- “Ruido”.


La voz perdida. La voz quebrada. La voz que deja de ser voz y nos deja huérfanos. ¿Alguien recuerda la voz de mi madre?


Quisiera escribir una historia “como se debe”. Pero salen susurros. Pedazos. Quisiera escribir lo que tu piel necesita. ¿Me darías acaso tu voz? He perdido la mía en un bosque de palabras. Trozos de pan. Pájaros. Sé que pensarás en Hitchcock. Yo pensaré en nuestras jacarandas.

Quedan relatos, versos, memorias entrecortadas. “Bella Ciao” cantado a voz en cuello por los cuatro en el auto. Antes del quiebre, antes del tartamudeo, antes del dislocamiento. Mamá, papá y nosotros. Antes de las cenizas. ¿Hubo un después acaso?

Callar es nuestra virtud. / Algún antepasado nuestro debe haber estado muy solo, / un gran hombre entre idiotas o un pobre loco, / para enseñar a los suyos tanto silencio. (Cesare Pavese)

Dos días después de haber cumplido cincuenta y nueve años, y sin razón aparente, me caí en la mitad de la calle. Húmero roto y vendaje de Velpeau en una ciudad y una lengua que no eran mías. ¿O sí? Era en la lengua de aquellos que nos enseñaron tanto silencio. Sin la mano derecha no hay escritura. No hay voz. Callar es nuestra virtud. El cuerpo me lo recordaba. El cuerpo me recordaba esa mezcla de sangres que corre por mis venas. Mezcla de sangres y de cenizas. Mezcla de mares y pampa.

La clavícula entendió antes que yo. / Ese pedazo de hueso / que protege mi corazón / entendió antes que yo, escribió la querida poeta Ana Belén López. La clavícula supo, dice el último verso.


Mi húmero supo. Ese pedazo de hueso entendió antes que yo, aquello que tardé en poder decir:

Y un día lo único que quieres es parar la cabeza.

Caminar a la orilla del mar y juntar caracoles

para escuchar en ellos el sonido de tu infancia,

vaivén balbuceante entre el deseo y las palabras.

O escribir desde la pura fragilidad:

como si no hubiera memoria.

Porque mis huesos

(los húmeros me he puesto a la mala, dijo Vallejo)

que cargan todos los nombres que ellos me dejaron,

sus decisiones,

sus pesadillas,

sus amores más escondidos,

son indignos eslabones de esta cadena:

quieren ser solamente huesos.


Coda


Ayer me hablaron de una mujer que cumplió 97 años. Sonríe sentada en el centro de su cama. Sólo conversa con una muñeca que le trajeron hace tiempo. La abraza. Le canta en el dulce xeneize con el que fue acunada. A sus hijas las saluda educadamente, como a visitas lejanas que irrumpen en el flujo de sus días.

Me pregunto cuál será la lengua de mi senilidad, si en ella caigo, y en qué lengua moriré, escribió Sylvia Molloy.

Instalada en la fragilidad que quizás el destino me tenga reservada (como a mi madre, como a mi abuela), mi deseo es quedar muda antes de que llegue ese último momento. Perder la voz.


Busco marcas, huellas de las lenguas rotas que habitan mis huesos. Sé que acompañan mi vergüenza ante el balbuceo. Ralentizo el habla. Por mí, por ellos. Por los viajes con apenas una valija de cartón en la tercera clase de un barco cualquiera. También por las mochilas subidas al lomo de la Bestia para atravesar esta otra patria / matria generosa y cruel. Por los acentos tatuados en la piel de la infancia.

Por las palabras entrecortadas que quisiera zurcir amorosamente. En el principio fue el verbo balbuceante. Fue la dulce ninna nanna que algún día nos cantaron: Ninna nanna Ninna oh / Questa bimba a chi la do?

Zurcir. Amorosamente. Ago e filo. Ricamo.

La darò alla sua mamma che le canta la ninna nanna.


La Habana, marzo de 2025

AQ

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