Lo que fue, eso será, y lo que se hizo, eso se hará —advierte el rey Salomón. Nada que sea humano puede sustraerse a las leyes de este apotegma. Ni siquiera el cónclave que tuvo lugar esta semana, y que arrojó la elección del cardenal Robert Francis Prevost, la tarde del jueves 8 de mayo, como Sumo Pontífice de la Iglesia Católica de Roma bajo el mote de León XIV. Generaciones van y vienen; y, sin embargo, la cuadratura del círculo es eterna: tradición frente a apertura, conservación frente a renovación, orígenes frente a progreso. Una lucha tan vieja como la del Bien frente al Mal; así ocurrió en 2025 y de tal guisa fue en 1829. No hay nada nuevo bajo el sol.
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Hace casi dos siglos, François-René vizconde Chateaubriand se desempeñaba como embajador de Francia ante la Santa Sede y, el 2 de enero de 1829, era recibido en audiencia por el papa León XII. Los años anteriores se habían revelado particularmente complicados para ambos Estados: una catarata de revoluciones, el regicidio y los torrentes de sangre del Terror y del Imperio habían teñido sus relaciones. Pero Francia gozaba ahora de la continuidad de la Restauración en la majestad de Carlos X y había otras buenas razones para mantenerse optimistas. Tanto era así que, la noche del 9 de febrero, Chateaubriand escribió en misiva a su ministro de Justicia, Joseph-Marie Portalis: “la pérdida de este Sumo Pontífice sería en este momento una calamidad para la cristiandad y, sobre todo, para Francia”. León XII falleció la mañana siguiente.
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Aquella era la segunda ocasión que el vizconde vivía de cerca la sucesión en Roma. En 1823, le había tocado seguir la muerte de Pío VII en calidad de ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Luis XVIII. Era, además, su segunda estancia en la Ciudad Eterna. Pero Chateaubriand era, antes que nada, el católico devoto que había formulado El genio del cristianismo, una defensa — erudita, virulenta y bien escrita, como toda defensa debe serlo— de la religión verdadera ante los embates de los que había sido sujeta durante la Revolución. Tomo la siguiente relación del cónclave de 1829 de la obra cumbre de Chateaubriand, sus Memorias de ultratumba (Parte III, XXX, 1-6).
Las exequias principiaron el 12 de febrero en la Capilla Sixtina. Un día después, se trasladó el cuerpo del Santo Padre a la Capilla Paulina donde permaneció hasta el domingo 15. Ahí pagó sus respetos Chateaubriand a su amigo el día 13; días después relató a su íntima Madame de Récamier: “vi a León XII expuesto, con el rostro descubierto, sobre un modesto lecho fúnebre en medio de las obras maestras de Miguel Ángel [...] Algunos viejos cardenales comisarios, que ya no podían ver, palpaban con sus dedos temblorosos para comprobar si el ataúd del papa estaba bien clavado”.
Tras esa primera jornada de funerales, alguien entregó a Chateaubriand el antiguo gato de León XII, Micetto, que era “gris y dulce” como su antiguo dueño. Si había alguien que conociera los deseos del finado Pontífice con respeto a su sucesor, ése era Micetto, que “se había criado en un faldón de [la] sotana” del papa y a quien era natural encontrar en las audiencias con los enviados extranjeros. Nadie, hasta hoy, ha sugerido haber consultado los arcanos del felino.
El cónclave, en tanto, comenzaría hasta una vez terminadas las exequias el 23 del corriente. Faltaba más de una semana para aquello, y Chateaubriand se encontraba nervioso por el decurso que tomarían los negocios en el Vaticano. Nadie menos que él podía llamarse a engaño: conocía tan bien su Iglesia como su fe, y sabía bien que la decisión entrañaba consideraciones tan políticas como religiosas. El primer supuesto, el nuevo papa debía combatir la monarquía constitucional que, apenas una década antes, había vencido en Francia con la instauración de la Carta de 1814 y amenazaba con lo propio en el continente; el segundo —si es que había criterio para diferenciarlos— las sectas protestantes y a los turcos que amenazaban Viena.
Para Chateaubriand era indubitable que el Santo Padre era el gran representante de Cristo en la Tierra. No obstante, lo era también de la igualdad, de la libertad y de la república, capaz de destronar reyes con “una palabra y una idea”. Con este apremio, urgía la elección de un pontífice que comprendiera el espíritu del siglo y que se colocara a la cabeza de las generaciones ilustradas para rejuvenecer el papado. Consciente de los alcances de una decisión tal, el plenipotenciario solicitó instrucciones a su gobierno para actuar en conformidad con los intereses de su patria.
En 1829 no existía la residencia de Santa Marta, y era el delegado de cada país el que se encargaba de recibir a los connacionales que participaran en la votación. El autor de las Memorias acogió a cinco venidos allende los Pirineos, los hospedó y sondeó sus corazones para influir, en la medida de lo posible en su decisión. Recibir a sus Eminencias no era barato; eran austeros, ni quien lo dude, pero podían traer consigo —como el cardenal Clermont-Tonnerre, por ejemplo— una comitiva compuesta por dos conclavistas (?), un secretario eclesiástico, un secretario laico, un valet, dos criados y un cocinero (francés, claro está). Ni antes ni ahora hay dinero que alcance para ello, por lo que Chateaubriand solicitaba emolumentos por hasta 50,000 francos.
Chateaubriand jamás recibió indicaciones y —con la falta de tacto que lo hizo perder batallas políticas y erigir catedrales literarias— actuó como mejor se lo dictó su conciencia. Para el vizconde, destacaban cuatro opciones para asumir el liderazgo de Pedro: los cardenales Capellari, Pacca, De Gregorio y Giustiniani. Con sus virtudes y sus miserias, cada uno de ellos resultaba transitable para los intereses de Francia; en todo caso, de lo que había de cerciorarse era de restringir el paso de Albani, secretario del Colegio Cardenalicio. Porque ése era el único subterfugio con el que, de acuerdo con Chateaubriand, contaban los gobiernos extranjeros durante el cónclave: el veto. No había más que hacer, pues no había “dinero que dar ni cargos que prometer”.
Mientras se sucedían las intrigas, Chateaubriand ofreció un breve discurso de condolencias a los prelados en el Sagrado Colegio Cardenalicio. El 10 de marzo, en plena celebración del cónclave, se dirigirá por segunda vez a sus Excelencias a través de un pequeño orificio en la pared del Palacio del Quirinal. ¡El cónclave —cum clave, es decir, bajo llave— se permitía algunas licencias! Y Chateaubriand las repetía en sus cartas, valiéndose de las delicias del chismorreo.
El embajador francés erró en sus vaticinios y se vio comprometido por la indiscreción de sus actos. Un amigo de Francia fue elegido como solución de compromiso: el cardenal Castiglioni, quien fue ungido papa el 31 de marzo. Desde aquella templada mañana de la primavera romana, adoptó el nombre de Pío VIII y, en uno de sus primeros actos de gobierno, escogió a Albani como secretario de Estado. Chateaubriand se quedó sin empleo y regresó pronto a Francia con Micetto, el gato de León XII, bajo el brazo.
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