Cultura

Magnus von Horn, un escultor cinematográfico

Cine

‘La chica de la aguja’ trasciende cualquier intento de quedarnos en un mundo de buenos y malos, pues recrea todo lo grotesco que puede habitar en el ser humano.

La chica de la aguja (disponible en MUBI) inicia con un montaje fílmico que parece salido de la mente de alguien que luego de ir al museo a ver a Messerschmidt se metió alucinógenos. Y no es gratuito: como el escultor Messerschmidt, el cineasta Magnus von Horn está recreando todo lo grotesco que puede habitar en el ser humano. Intuimos de inmediato que esto no se va a resolver en los tres actos que dicta el canon de California.

El escritor español Javier Cercas. (Real Academia Española) arrow-circle-right

La historia real tuvo lugar en Dinamarca y es parte del imaginario de la región. Uno le comenta allá a una persona de cultura media: ¿quién fue Dagmar Overbye? Y si no está completamente perdido, responderá como un ucraniano frente al nombre Andréi Chikatilo. Y estoy usando nombres extraños a propósito, pues recomiendo que quien se acerque a esta película y no sepa quién fue Overbye, no lo investigue. Es grotesco, pero realmente la película es una joya del cine de arte. Ahora, si la persona ya vio el filme, leyó la sinopsis o vio el trailer que arruina la trama, ¿debe verla? Sin duda: Magnus von Horn trasciende todo lo que creemos saber sobre truculencias. Su obra nos introduce en una narrativa visual que está tejida a mano para unirse no con la tradición nórdica de cine sino, más bien, con el cine del este de Europa cuando el comunismo estaba por caer. Krzysztof Kieślowski en No matarás, por ejemplo.

Veamos otro prejuicio: si uno piensa “Dinamarca” e imagina un paraíso de justicia social, el caso que aquí se trata va a replantear su modo de llegar a un estado justo. Dinamarca sigue siendo, hasta la fecha, un estado confesional y luterano, pero en aquellos años, 1918, no trataba ni a mujeres ni a niños como debería hacerlo quien se hace llamar cristiano. Es decir, Dagmar Overbye conmocionó, al igual que El Destripador, a toda una sociedad que se imaginaba muy buena, liberal y cristiana. Pero todo era falso.

En los años de la entreguerra como en todo el mundo, Copenhague era un lugar siniestro. Tanto como Londres, Nueva York o México. Estaba lleno de contradicciones. Y es en aquella ciudad que aparece una heroína que se mueve a lo largo de La chica de la aguja con la ambigüedad de todo ser humano. La obra resulta, por tanto, completamente verosímil y trasciende cualquier intento de quedarnos en un mundo de buenos y malos.

La protagonista tiene todo para que en cierto momento se corra la cortina y uno piense que ha llegado al final feliz, pero no. Es justamente en ese momento en que entendemos como espectadores el infame legado de Overbye y por qué ayudó a construir una sociedad que busca la justicia social. Porque, claro, Dinamarca no llegó ahí ni con una revolución ni con un absurdo ¡échale ganas! Tuvo, como veremos, maquila, rentas que nadie podía pagar y soledad existencial. Y en medio de este mundo invivible, aparecen ante la protagonista tres personajes aún más débiles: un hombre que quedó desfigurado durante la Primera Guerra Mundial y que ahora se alquila como “monstruo de circo”, una niña de cabello rubio a quien le urge una madre y cierto bebé.

Las secuencias tienen la maestría de un autor que conoce el arte del cine al derecho y al revés, los planos secuencia, la fotografía, el diseño y, por supuesto, las actuaciones producen esa montaña rusa de sensaciones que, en efecto, recuerdan al escultor Messerschmidt quien con su serie de rostros reveló el carácter vergonzosamente violento y débil de un ser humano que frente a la maldad humana es incapaz de saber quién es quién.

La chica de la aguja

Dinamarca, Suecia | 2025

AQ

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