Como en la Academia sa no cabíamos todos y la lista de invitados fue tan elitista como tacaña, para celebrar el ingreso del escribidor al selecto club de los inmortales hubo que organizar en Madrid una fiesta más inclusiva y multitudinaria. Así que los convidados nos fuimos al muy taurino y barroco Hotel Wellington. Entre el gentío había políticos, empresarios, editores, escritores y periodistas de ambos lados del Atlántico y en la entrada, esperando al homenajeado, un enjambre de reporteros de la prensa del corazón. Ya habían pasado algunos meses desde que don Mario había roto su relación con la reina del papel cuché, Isabel Preysler, pero, ya se sabe, en este país el que entra al mundillo rosa lo hace para siempre y se atiene a las consecuencias. El escritor-celebridad, sin embargo, hizo oídos sordos a las preguntas de los cotillas y, apoyado en su bastón, avanzó lo más rápido que pudo. Entró y al instante comenzó el besamanos, luego se sirvieron las copas de vino y los canapés y, un rato después, el escribidor tomó el micrófono para dirigirse a los presentes.
El último sobreviviente del boom latinoamericano seguía conservando su elegancia, sus canas bien peinadas y su estupenda dentadura (“a mí ya solo me queda un diente porque todos los demás se los presté a Vargas Llosa”, dijo una vez con guasa Juan Carlos Onetti), pero lucía muy flaco y un poco encorvado. Además del bastón, también llevaba un audífono para oír bien y, al poco de empezar a hablar, perdió el hilo de lo que decía. Ajeno a los cuchicheos del público, él siguió con su alocución, repitiendo varias veces una frase: “ahora nos hace falta contribuir a que la gente se interese más por la literatura”. Hacía mucho frío, el segundo mes de 2023 estaba por concluir y a mí me noqueó ver el rápido y repentino deterioro cognitivo de mi maestro.
Apenas tres meses antes, en la presentación de la biografía de Carmen Balcells, su agente literaria y ángel de la guarda, Vargas Llosa había pronunciado una más de sus elocuentes disertaciones y, lo más importante para mí, nos habíamos saludado con el afecto y reconocimiento acostumbrados. Aquella noche de fiesta, sin embargo, supe que una de las mentes más lúcidas de la literatura contemporánea estaba camino de apagarse. Lo que no me imaginé fue lo pronto que llegaría el fatal desenlace. Llegué a pensar que, a pesar de la insolencia de la vida, llegaríamos a celebrar su centenario en una fiesta como la de esa vez, pero Mario Vargas Llosa se murió el pasado Domingo de Ramos (poco le faltó para igualar a García Márquez, que se murió un Jueves Santo).
Hace 22 años, yo estaba sentado en un pupitre y él parado al lado del pizarrón empeñado en desentrañar los mecanismos narrativos de Los miserables, de Victor Hugo. De pronto, a media clase, se interrumpió a sí mismo y se acomodó los lentes a media nariz para lanzarnos una pregunta:
—¿Ustedes creen que los personajes de esta novela conmueven por su humanidad?
Casi todos los estudiantes soltamos la respuesta en coro.
—Sí.
De inmediato el maestro arqueó las cejas, se quitó los lentes, los aventó sobre las hojas que tenía desperdigadas en su escritorio y subió el tono de voz.
—¡Pues no! Lo que conmueve es su in-hu-ma-ni-dad. Son unos monstruos quisquillosos, inhumanos e ignorantes del deseo carnal. Algo, por cierto, que contrasta con Hugo, que hacía el amor constantemente, incluso con sus sirvientas —dijo el maestro con una sonrisa.
La mayoría de los alumnos habíamos llegado al curso procedentes del extranjero, seguramente seducidos por el prestigio del profesor y emocionados por tener el privilegio de comprender, gracias a él, las funciones del narrador en una obra literaria: cómo es, de qué está hecha, cuáles son los secretos de su construcción, sus temas, la relación del texto con el momento histórico en el que se escribe. Todavía no le daban el Nobel, pero ya había ganado un montón de reconocimientos y, sobre todo, hacía tiempo que ya era uno de los autores más importantes del planeta. Además de haberme deslumbrado con obras como La ciudad y los perros, Conversación en La Catedral o, mi favorita en ese entonces, La tía Julia y el escribidor, para mí, un muchachillo que nació y creció en un hogar sin libros, había sido fundamental la labor de prescripción que hizo en La verdad de las mentiras, libro que fue mi primer canon literario y me introdujo de una vez por todas en el mundillo de las letras.
Un día, al acabar mis clases, fui al comedor y, con mi charola llena en las manos, miré alrededor en busca de una mesa libre. El maestro estaba ahí, comiendo solo (algo que me sorprendió, pues fanáticos y aduladores nunca le faltaron). Me vio, me enseñó la dentadura que envidiaba Onetti y me hizo una seña para que fuera a sentarme junto a él. “Aquí hay sitio”, me dijo, como para echar abajo su errónea fama de figura soberbia. Aquel año, 2003, yo era el más joven de todos sus aprendices, el único mexicano y, al parecer, esas dos simples características (sobre todo la última, porque para él México era uno de los países que más quería) bastaron para llamar su atención.
A partir de aquella comida estudiantil, y hasta hace un par de años, cuando volvió a su Perú natal con la memoria quebrada, no dejé de ser su alumno, aprovechando al máximo cada conversación con él, sin que (¡nunca!) nuestras diferencias ideológicas se convirtieran en un obstáculo. Por más que insistí, jamás me dejó tratarlo de usted. Todas las veces que le pedí una entrevista para este suplemento aceptó encantado. Me integró a su Fundación Internacional para la Libertad y a la cátedra que lleva su nombre, “porque tu obligación como periodista”, me dijo, “es ser ante todo un demócrata”. Y entre una cosa y otra disfruté de su magisterio, generosidad y afecto. A Mario Vargas Llosa le debo buena parte de mi crecimiento intelectual y profesional (y no solo haber aprendido a narrar historias, que también).
En marzo de 2016, poco después del revuelo mediático que causó la noticia de su “idilio de adolescente” con Isabel Preysler, me mandó la invitación para la fiesta de su 80 cumpleaños. Unos días antes, en la última página de este Laberinto, había escrito sobre la contradicción en la que mi maestro estaba inmerso. Por un lado, en su libro La civilización del espectáculo había elaborado una dura radiografía sobre la cultura contemporánea (“ahora mera distracción y entretenimiento”), haciendo énfasis en la banalización de las artes y la literatura y en el triunfo del periodismo amarillista y frívolo. Por otro, él mismo se había prestado a protagonizar portadas de la revista ¡Hola! y se había resignado al acoso de los paparazzi. ¿Por la boca muere el pez?, pregunté en mi texto.
En la fiesta celebrada en uno de los salones del lujoso Hotel Villa Magna, a cada una de las mesas de los invitados le habían puesto el nombre de los principales libros del autor octogenario. ¿Cuál me asignaron a mí? La que llevaba por título La civilización del espectáculo, claro. Y cuando me acerqué a darle el abrazo de feliz cumpleaños, llamó a su novia para presentarnos. La exesposa de Julio Iglesias me dio dos besos, mientras mi maestro me miraba con una sonrisa de diablillo. Esa noche, nunca lo olvidaré, fue la vez que más feliz lo vi. Don Mario estaba radiante, travieso, gracioso, divertido, hedonista. Como un adolescente, sí. Enamorado y con muchos proyectos en mente.
Uno de esos proyectos era potenciar la Fundación Internacional para la Libertad, que había fundado en 2002 para “defender los principios de la democracia, la libertad y la prosperidad”. Así que se le ocurrió organizar encuentros campiranos con la jet set para promocionarla y, de paso, recaudar fondos. La primera fiesta para cumplir tal objetivo la encabezaron, cómo no, el Nobel y la Reina de Corazones. Entre los 400 convocados estaba gente como el expresidente José María Aznar (y otros políticos del derechista Partido Popular), el Cholo Simeone, entrenador del Atlético de Madrid, el dueto sevillano Los del Río (que puso a bailar a todo el mundo con la “Macarena”), el tenista Fernando Verdasco (yerno de la Preysler) y una ristra de la beautiful people.
El ambiente era muy campechano y lleno de sonrisas. Nadie habló de los escandalosos Papeles de Pandora, donde aparecía don Mario (y algún otro que andaba por ahí), y, mucho menos, del alboroto que por entonces había causado el escritor al señalar que “hay gente que no vota bien y por eso se pervierten las democracias”. La atención se enfocó en el tentadero de la finca donde estábamos, situada en la sierra de Madrid, para ver la actuación de Andrés Roca Rey, uno de los toreros favoritos del anfitrión, que se vistió para la ocasión con un traje de alpaca de los Andes y le brindó la faena: “Va por usted, sus invitados, España, el Perú y la libertad de las culturas”, dijo el joven diestro. De nuevo, el escribidor lucía alegre y entusiasmado.

Siempre le agradecí que me invitara a sus fiestas (la de diciembre de 2010, cuando le dieron el Nobel, fue antológica), porque me permitían conocer su lado menos solemne, pero lo que más me encantaba era hablar con él de periodismo. “Varios de los libros que he escrito le deben experiencias, ideas e historias al periodismo que practiqué en mi juventud. Y todavía hoy pienso que el periodismo es una manera de tener un pie en la calle y no perder el sentido de la realidad”, reflexionó en una de nuestras charlas. Cuando tenía 16 años él había sido reportero del periódico La Crónica de Lima. Empezaba a correr la década de 1950 y eran, decía, “los tiempos del periodismo prehistórico”. El director del diario llegaba todos los días a trabajar montado en una mula y la Redacción no podía ser más modesta: mesas y sillas apolilladas, viejas y ruidosas máquinas de escribir, hojas de papel desperdigadas. Vargas Llosa, que todavía era Marito o Varguitas, se encargaba de las notas policiacas. Es decir, el suyo era el mundo de la noche, los bares, los burdeles, las calles llenas de malandros.
Una vez asesinaron a una prostituta en el Hotel San Pablo del barrio limeño El Porvenir. El joven reportero fue en busca de los detalles del suceso y cuando logró esquivar a los policías que rodeaban el cadáver se topó con la muchacha apuñalada. “Fue el primer cadáver que vi y me quedé impresionado. Experiencias como esas me marcaron mucho. Tanto, que tal vez sin ellas no hubiera podido escribir una novela como Conversación en La Catedral”, me contó.
Pero de manera paralela a su actividad reporteril, comenzó a escribir una obra de teatro: La huida del inca. “El teatro fue mi primera devoción literaria”, se ufanaba. No obstante, su vocación de novelista se afianzó el día en que ganó un concurso de cuentos y disfrutó del premio: un viaje a París, “la ciudad donde sí se podía ser escritor a tiempo completo”. Pero también tenía muy presente otro viaje crucial: una expedición a la selva peruana. “Vi paisajes y gente y oí historias que, más tarde, serían la materia prima de, por lo menos, tres de mis novelas: La casa verde, Pantaleón y las visitadoras y El hablador. Nunca en mi vida, y vaya que me he movido por el mundo, he hecho un viaje más fértil, que me suscitara luego tantos recuerdos e imágenes estimulantes para fantasear historias”, recordaría más tarde.
De este hombre sencillo y culto (sí, sencillo), siempre iré (y seguiré irando) su férrea disciplina, quizás el verdadero secreto de su éxito. Además de ser un gran lector, dedicaba por lo menos la mitad del día a escribir y a corregir y siempre andaba con una libretita en el bolsillo (“mis cuadernos chicos”, decía) para apuntar ideas y reflexiones que luego se veían desarrolladas en sus artículos de opinión. Pero cuando empezó a usar el bastón, poco antes de la pandemia, dejó de tomar apuntes. Luego vino el deterioro cognitivo y su viaje definitivo a Lima.
Cuando nos despedimos, seguramente confundiéndome con alguien más, me preguntó: “¿cuándo vuelves a Ámsterdam?” Yo vivo aquí en Madrid, le aclaré. “Ah, es verdad”, remató sin más, como para quitarle importancia al desatino. A mí, un sentimental empedernido, me dio un poco de tristeza. Él también estaba cabizbajo, como si ya se supiera ajeno a lo que le rodeaba. Durante sus últimos meses de vida, antes de festejar su 89 cumpleaños con un pastel poblado de hipopótamos, su animal fetiche, su hijo Álvaro lo llevó a visitar varios de los escenarios limeños que utilizó para escribir ese legado literario monumental que nos ha dejado. Fue una actividad que pareció reconfortarlo. A mí también, porque al ver las fotos que el propio Álvaro difundió sobre esos recorridos, me di cuenta de que el escribidor volvió a sonreír como cuando encabezaba sus fiestas y como cuando era mi maestro.
AQ