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  • Claudio Magris: “Tengo temor de que todo esté terminando”

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El escritor italiano Claudio Magris nació en la ciudad de Trieste en 1939. (Foto: Leonardo Cendamo)

Los años de la Segunda Guerra y la vida estudiantil son la materia de esta entrevista con el escritor italiano.

Desde 1963, cuando se estrenó como escritor con la publicación de El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna, Claudio Magris, cantor de historias de confines y epifanías, de vidas errabundas que buscan la persuasión, nos ha enseñado a transitar y a interpretar el siglo XX. Pero, sobre todo, a través de su opera omnia, nos ha enseñado a percibir la fascinación irreductible de la aventura humana.

En esta entrevista, Claudio Magris evoca, con emoción y nostalgia, sus primerísimos recuerdos, los duros años durante la Segunda Guerra Mundial en Trieste, sus afinidades afectivas y literarias, y la poesía de la calda vita de Umberto Saba (MTM).

¿El mito hasbúrgico o el mito habsbúrgico?

Sobre esto no estoy dispuesto a negociar. Habsbúrgico, con la b.

Usted escribió El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna cuando tenía 23 años de edad, y en el mundo de las letras fue un milagro. A los 23 años su paisano Carlo Michestaedter escribió La persuasión y la retórica, y se suicidó. ¿Por qué?

Por la imposibilidad de ser persuadido. Se había dado cuenta que lo más valioso en el mundo, la persuasión, no existe. Todo le parecía retórico y él no quería ser un retórico. Pero quizá la razón es otra.

¿Cuál?

Michelstaedter era un genio. Yo no.

¿Quién es la persona más inteligente que ha conocido?

Es difícil decirlo. Un genio no es necesariamente una persona muy inteligente. Tomemos como ejemplo a Elias Canetti. Un genio sin duda alguna. Pero se ofendió a muerte porque en Il Corriere escribí un artículo sobre el viaje que pensaba realizar a Italia. Todavía no ganaba el Nobel, no era tan desconocido. Pero temía por su privacidad y me escribió una carta en muy malos términos.

Usted no ha ganado el Nobel. ¿Le pesa?

¡Pero por supuesto que no! Nunca he tenido serias posibilidades de ganarlo. Se había hablado de ello hace unos años.

Profesor, ni siquiera Borges ganó el Nobel. Usted lo conoció bien.

Sí. No era tan ciego como quería que se creyera, quizá jugaba con esto un poco. Durante una comida en Venecia le conté la historia de los cosacos de Krasnov, porque me parecía digna de su pluma.

¿Por qué a Borges sí y a los lectores del Corriere no? También cuéntenos a nosotros la historia de los cosacos de Krasnov.

Piotr Nikolaevic Krasnov había sido electo atamán de los cosacos del Don en mayo de 1918, en sustitución de Anatoly Nazarov, fusilado por los revolucionarios bolcheviques como enemigo del pueblo. También Krasnov fue ajusticiado por Stalin después de la Segunda Guerra Mundial. Pero según la leyenda murió en combate, en el Friuli.

¿Usted vio a los cosacos en el Friuli?

Sí. Es una historia de familia. Tenía cinco años.

¿De dónde proviene su familia?

Mi abuelo Sebastiano era de origen veneciano y vivía en Malnisio, en el Friuli, que en esa época formaba parte del imperio austrohúngaro.

También diga habsbúrgico.

Imperio habsbúrgico. Mi abuelo se fue a vivir a Trieste porque no deseaba volverse italiano. Pero, dos de sus hijos, mis tíos, lucharon del lado de los italianos contra los austriacos. Uno de ellos murió en el Carso. Mi padre Duilio se acordaba de cuando les notificaron la noticia de su muerte.

¿Cuál es su primer recuerdo?

Mi abuela Adele. Murió cuando yo tenía unos cuantos meses de nacido, por lo tanto, técnicamente parecería imposible que yo la recordara. Sin embargo, aparte de la abuela, recuerdo un ropero de color oscuro, abierto, y recuerdo su contenido, el cual le describí a mi madre, Pia. Por lo tanto, sí, sí me acuerdo de la abuela.

Su padre participó en la Segunda Guerra Mundial como oficial.

Después del 8 de septiembre logró escapar para no ser tomado como prisionero por los alemanes, pero enfermó de pleuresía. El doctor sentenció: si no le extraigo el agua de los pulmones, muere. Yo observaba todo desde el ojo de la cerradura. El doctor hurgaba con un tubo el tórax de mi padre. Todavía lo escucho exclamar, con una débil sonrisa: “Doctor, despacio, allí cerca está el corazón”. Y el doctor: “Lo sé, gracias”.

Su padre se salvó.

Lo llevaron en taxi al hospital, a Udine. También nos fuimos nosotros, para estar cerca de él. Recuerdo el hospital grande y oscuro. Y allí encontramos a los cosacos. Formidables bebedores, se emborrachaban todas las noches, y mi madre se atrincheraba en la habitación. La vuelvo a ver con un pullover verde empujando un ropero contra la puerta.

Los cosacos luchaban al lado de los alemanes.

Por odio a Moscú. Cultivaban el sueño de la independencia. Habían creado una corte en el exilio en París, que todavía estaba ocupada por los nazis, en donde recibían a dignatarios internacionales. Hacia el final de la guerra, seguían soñando con un territorio cosaco en Carnia. Pero, posteriormente, en los últimos días, su preocupación era rendirse a los ingleses, más que a los bolcheviques.

¿Lo lograron?

Krasnov y sus hombres, en efecto, se rindieron ante los ingleses, quienes, sin embargo, al día siguiente, los entregaron a los rusos. Muchos se arrojaron al río Drava para no caer vivos en manos de sus enemigos mortales. Pero nació la leyenda de que el jefe de los cosacos había muerto en batalla. Así que le dediqué uno de mis primeros textos en Il Corriere della Sera.

Una historia estupenda.

Al releer el artículo, me di cuenta que estaba lleno de “si bien”, “aunque”, “aun cuando”… Ni siquiera yo quería resignarme a la idea de que Krasnov había sido fusilado por Stalin, en lugar de morir empuñando las armas. Así que hablé de esta historia con Borges.

¿Y él?

Alargó el brazo, encontró el mío, señal de que precisamente no era tan ciego, y me dijo: “No, esta es la historia de su vida, usted es quién debe escribirla”. Así fue que escribí Conjeturas sobre un sable.

La posguerra en Trieste fue larga y difícil.

Desde nuestra casa de via del Ronco vimos bajar hacia la ciudad a los titoistas, a lo largo de via Fabio Severo. Rudos, sobrevivientes a años de ocupación, perseguidos por los nazis en los bosques, en verdad que daban pavor. Fue Vittorio Vidali, el comandante Carlos de la guerra de España, quien les limitó los excesos: muchos años después me tocaría pronunciar el elogio fúnebre ante su tumba. Luego llegaron los americanos, recuerdo a uno que me lanzó una barra de chocolate que cogí al vuelo. Pero aquel recuerdo seguramente es falso.

¿Por qué?

Porque nunca he podido coger nada al vuelo en toda mi vida, ni siquiera una pelota. Soy torpe.

Hablábamos de la ocupación titoista.

Los cuarenta días fueron terribles, pero también los años posteriores, cuando la ciudad quedó en manos de los ingleses, fueron muy violentos. Eslavos contra italianos, fascistas contra antifascistas. Mi tío Ezio salvó a un grupo de boy scouts en uniforme, perseguidos por los estalinistas.

¿Quién era el tío Ezio?

Un hombre de fuerza legendaria. Posteriormente, sería comandante de trasatlánticos, en ruta a Nueva York. Pero a los dieciocho años se exhibía en las ferias de pueblo como luchador. Tenía 28 años cuando me dijo: “Mi joven de dieciocho años hubiera sometido a mi joven de 28 años en un minuto”. Fue entonces que entendí la caducidad humana. Pero el mago de mi infancia era mi tío Nello: ingeniero, creaba nacimientos navideños autopropulsados, juegos de luces con árboles de Navidad verdaderos, y metía todo por la ventana. Era un gran mujeriego, y…

¿Y…?

Una chica con la que mantenía una relación le reveló que tenía un niño que había dejado solo en el Véneto. Al día siguiente, el tío Nello fue por él y lo adoptó como si fuese su propio hijo. Para mí fue un primo mayor, jugaba conmigo. El tío era antifascista, también había terminado en prisión por rehusarse a vestir la camisa negra, pero su hijo se unió a las brigadas de la República de Saló. Murió cerca de Varese. Mi tío murió con él. Vivió todavía muchos años más, pero sin el morbìn, como decimos nosotros en Trieste: el viento, el soplo vital. Sin embargo, el verdadero personaje literario de la familia era la tía Esperia.

¿Cómo era la tía Esperia?

Neurasténica. Víctima de pequeñas manías, por ejemplo, veía filas de insectos en los platos. Un día, en el tren, conoció a un oficial del ejército y se enamoró perdidamente de él. Un amor epistolar: se intercambiaban cartas en las que nunca hablaban de amor. Él fue promovido a general, participó en la guerra de África, y cuando regresaba de las misiones ella iba a la estación de Milán a esperarlo. Se comenzó a hablar de matrimonio: la familia vendió una casa en el campo para confeccionarle el ajuar. Pero luego estalló la guerra mundial. Al general llegaron a arrestarlo de noche los partisanos y lo asesinaron con una ráfaga de ametralladora, aun si no tenía más culpa que ser un general. La tía Esperia enviudó sin haber sido nunca su esposa. Y como toda una buena viuda se comportó durante toda su vida. Se fue a vivir a Milán, en recuerdo de cuando iba a esperar a su oficial a la estación. Vivía con otro de mis tíos, Virgilio, que era viceprefecto.

¿Y usted, profesor, cómo iba en la escuela?

Los primeros dos años los estudié en casa, con mi mamá maestra. En el examen me emocioné y confundí el Padre Nuestro con el Ave María, lo que me costó una nota de suficiente en religión. En italiano me iba mejor.

Luego estudió en el liceo Dante, el de los irredentistas.

Teníamos a un extraordinario profesor de alemán, judío de Breslavia, que todo el tiempo nos hablaba en alemán. Cuando me equivocaba me decía: “Que te perdone Dios, Claudio, porque yo no puedo hacerlo”. O bien: “Para mañana se aprenderán de memoria los primeros cincuenta versos del Fausto. Sé que es imposible e injusto. Pero la vida es imposible e injusta; y yo los prepararé para afrontarla”. Teníamos un compañero enclenque, siempre sudoroso, y otro compañero, perverso, le quitó el lápiz y se lo rompió. Todavía recuerdo su nombre, pero no puedo decirlo.

Llamémoslo Franti.

El profesor de alemán le pidió explicaciones a Franti. Él respondió: “Así soy”. Y el profesor, ante nuestro gran asombro, expresó: “si estás hecho así, has hecho bien”. Luego, tomó todas los lápices y las plumas de Franti, las rompió en dos y le dijo: “Así estoy hecho”. Era su manera de demostrar la teoría nietzscheana del superhombre y el triste final al que está destinado.

Para estudiar la universidad usted se fue a Turín.

El presidente de la comisión del bachillerato era Giovanni Getto, el gran italianista. Me persuadió de irme a estudiar a la universidad a Turín, en donde me hice amigo de sus alumnos: Jacomuzzi, Guglielminetti, Giorgio Barberi Squarotti, Lorenzo Mondo, Gianluigi Beccaria.

Los más importantes italianistas de la posguerra. Beccaria se volvió también un personaje de la televisión.

Uno de los grandes amigos de mi vida. Una vez, estando de vacaciones en Skópelos, corrimos el riesgo de naufragar. Fuimos a dar a un islote donde pasamos una noche afortunada.

En Turín, usted ingresó en la residencia universitaria de via Galliari, donde vivía el joven Umberto Eco.

El examen era muy temido. Lo realicé llevando conmigo el retrato de Mazzini, el cual puse debajo de la banca en la que me senté; y, de vez en cuando, le echaba una ojeada, tratando de provocar la reacción de los profesores encargados de vigilar el examen. Y mordieron el anzuelo: “¿Qué es lo que usted está mirando?” Y les mostré el lugubrísimo retrato.

Le ruego, diga otra vez lugubrísimo.

El rostro que nunca sonreía, como escribió el poeta. Les dije: “Sé que está prohibido, pero él me consuela”. Y ellos me contestaron: “¡No se haga usted el chistoso!” Nunca me sentí tan libre como en la escuela. Incluso si estaba prohibido entrar y acercarse a menos de cinco metros a las residencias femeninas. En una ocasión, unos goliardos metieron a la residencia a tres prostitutas. Los acusaron y fueron expulsados.

¿Cómo era Umberto Eco?

Lo conocí más tarde. En una ocasión nos encontramos en Bucarest, penúltima etapa del viaje que realicé para escribir El Danubio. Tenía que asistir al Instituto Italiano de Cultura, pero no lograba subirse bien el pantalón, por su estómago. Lo ayudé y quedó muy agradecido conmigo. En Frankfurt, ambos nos enamoramos de un mueble y nos lo jugamos a cara o cruz; gané yo, y me reprochó por no haber tenido el corazón de cedérselo. En otra ocasión lo acompañé a Istria, a la isla de Brioni, a la residencia de Tito…

¿Cuál es para usted el lugar más hermoso del mundo?

Dalmacia. Una de las islas coronadas. La playa de Miholašćica en Cres.

Regresemos a su juventud.

Estuve en el servicio militar, comencé a colaborar con editoriales. Inexperto en el mal del mundo, escribí dos libros, una historia de la literatura alemana y una historia de Alemania, que un editor malhechor nazificó.

¿En qué sentido?

Manipuló el texto, conservando mi firma. Me arriesgaba a que se publicaran con mi nombre frases como: “el comportamiento codicioso y explotador de los judíos provocó una comprensible reacción…”. Protesté. El malhechor me preguntó en qué sinagoga me habían circuncidado. En resumen, la única solución era recuperar el texto original que yo le había entregado, para probar mi buena fe.

¿Cómo lo resolvió?

Le pedí ayuda a un camarada, llamado El Rubio de Piacenza, que en la vida civil trabajaba en la feria, en el juego mecánico de los carros chocones. Era tan fuerte como mi tío el luchador, y sabía usar las manos. Me era muy leal, porque una noche en la que se emborrachó, lo llevé de vuelta al cuartel. Pero cuando ya casi había logrado convencer al oficial de que El Rubio solamente se sentía un poco mal; arruinó todo, porque entre el vaho del alcohol le alcanzó a espetar un “estúpido” y ambos terminamos en la celda de castigo.

¿Logró recuperar los originales de los libros?

Logré conseguir una cita con el editor nazi. El Rubio me dijo: “Si llegan tres, pongo fuera de combate a uno”. El lenguaje de profesional me pareció prometedor. Subí a las oficinas de la editorial y el malhechor me arrojó encima los originales de los libros, y yo los arrojé por la ventana, donde ya se encontraba en acecho El Rubio. Misión cumplida. Si se hubieran editado esos libros, nunca hubiera podido publicar ningún otro.

Usted es el último sobreviviente de los muchachos de via Po: así como Eco, Furio Colombo y Gianni Vattimo.

Furio tenía ocho años más. A Gianni lo recuerdo bien: en aquella época era católico, comprometido con el grupo Mounier, pasaban enfrente de Mirafiori blandiendo el Evangelio.

¿Usted cree en Dios?

A veces sí, otras veces no. Yo diría que son más veces que sí.

¿Cómo se imagina el Mas Allá?

Como muchas unidades individuales. En resumen, que tendrá un montón de gente.

¿Seguiríamos siendo nosotros mismos?

Lo espero intensamente. De otra manera no sería un Más Allá.

¿Tiene miedo de la muerte?

No creo que sienta mucho miedo de ella; pero no sé cómo reaccionaría con una pistola apuntando a mis sienes. Ciertas cosas se entienden solamente cuando llegan.

¿Quién es el más grande escritor que haya existido?

Dante. ¿Pero, cómo se hace para no citar por lo menos Don Quijote y Guerra y Paz? ¿Y a Dostoievski?

¿Y el más grande escritor del siglo XX?

Robert Musil.

¿Joseph Roth no?

Yo le he dedicado toda una vida a Joseph Roth. Pero El hombre sin atributos es un libro incomparable.

¿Por qué?

Porque logra hacer sentir un absoluto que no existe. Te hace sentir la multiplicidad de la vida. También en las novelas de Tolstoi encontramos la plenitud de la vida; pero en Musil también se encuentra la frialdad. Son libros sin tiempo.

¿Y el más grande escritor de nuestra época?

Javier Marías. También había creado una nación imaginaria, el reino de Redonda, tomado del nombre de una isla inaccesible en el Caribe. Él era el soberano y me nombró duque, con el derecho de escogerme el nombre. Elegí el de duque de Segunda Mano.

¿Por qué Trieste es una ciudad literaria?

No lo sé. Yo leí primero a Victor Hugo antes que a Scipio Slataper o a Italo Svevo. Después me di cuenta que Svevo es grandísimo. En comparación, Joyce es un autor de serie B. La última página que escribió Svevo es grandiosa.

¿Qué última página?

Es medianoche, la hora de Mefistófeles, y el protagonista, escuchando la pesada respiración de su esposa —Svevo carecía de galantería en el eros conyugal—, se interroga sobre lo que podría solicitarle al diablo. ¿También estaría dispuesto a venderle su alma, pero a cambio de qué? ¿El sexo? Bueno, pero trabajoso. ¿La inmortalidad? No poder morir es atroz. Al final resulta que el alma no tiene ningún poder adquisitivo. Una página estupenda. El borde extremo del nihilismo occidental.

¿Y Saba?

El poeta de la calda vita, capaz de expresar todas las realidades, las más grandes y las más terribles: “ò quel tempo e la calda vita che amavo”.

“En mi juventud navegué a lo largo de las costas dálmatas…”.

“Islotes brotaban a ras del agua”… (primera lágrima en los ojos del profesor).

Su primera esposa, la escritora Marisa Madieri, falleció en 1996.

Pero advierto continuamente sus presencias (Magris hace un gesto como para indicar a una persona sentada a su lado).

¿Por qué las presencias, en plural, y no la presencia?

Porque Marisa nunca era la misma. La recuerdo siendo dura, la recuerdo siendo feliz. La veo discutir, la veo bromear. La escucho mientras me reprocha, la escucho mientras se ríe conmigo (segunda lágrima en los ojos del profesor).

Marisa Madieri fue la que descubrió a Mauro Corona.

Corona es un escritor verdadero. Tiene algo. Ciertamente, no es Borges. Pero la literatura es una escalera con muchos peldaños.

Usted también estuvo involucrado en política. En 1994 ganó las elecciones para el Senado de Trieste, ciudad de derecha, poniendo al Olivo antes del Olivo, democristianos con excomunistas.

Lo hice de mala gana, yendo en contra de mi naturaleza, convencido que la política es un deber. Provengo de una familia republicana, de izquierda moderada, reformista. Pero no me obligue a hablar de la actualidad, se lo ruego.

¿Teme que esté terminando un mundo? Las películas, la música de calidad, los periódicos, acaso también los libros.

Tengo temor de que todo esté terminando, también por una excesiva desavenencia a lo contemporáneo.

¿Qué quiere decir?

Yo todavía escribo a mano.

Perfecto, así puede saltarse la máquina de escribir y pasar directamente de la pluma a la computadora.

No, ya es demasiado tarde. Ya será mucho que por lo menos pueda seguir dándome mis chapuzones en el mar. Yo amo el mar más que ninguna otra cosa en el mundo.

¿Todavía alberga esperanza?

La esperanza es la virtud más grande. Porque es muy difícil ver cómo va el mundo, y seguir esperando.

“Hoy mi reino es el reino de nadie. El puerto enciende para otros su faro”.

“Aún me impulsa el no domado espíritu y de la vida el doloroso amor”.


Texto tomado de Il Corriere della Sera, domingo 23 de marzo de 2025.

Traducción de María Teresa Meneses

AQ

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