Para sorpresa de nadie, el nuevo poder legislativo de Ecuador, de mayoría oficialista y posesionado apenas el pasado 14 de mayo, aprobó en segundo y definitivo debate una reforma parcial a la Constitución que elimina la prohibición del establecimiento de bases militares extranjeras en ese país. Bajo el argumento de reforzar la lucha contra el narcotráfico, el oficialismo ha reeditado una narrativa que ya fracasó rotundamente en el pasado.
Entre 1999 y 2009, la presencia militar de Estados Unidos en la Base de Manta no trajo consigo la pacificación prometida. Por el contrario, Ecuador registró sus picos más altos de homicidios durante ese período. A pesar de la vigilancia aérea y marítima, el narcotráfico no solo persistió, sino que se consolidó como un fenómeno transnacional más complejo. La tasa de homicidios llegó a su punto más bajo, posteriormente, durante el Gobierno del expresidente Rafael Correa, quien ordenó la expulsión de la base militar gringa.
Con 82 votos a favor, 60 en contra y 6 abstenciones, la aprobación de la reforma en la Asamblea ecuatoriana, llena de novatos mediocres que no pueden balbucear media palabra escrita por sus asesores, exhibe el músculo legislativo de Noboa, —no así el cerebro—, pero también la fragilidad de una democracia que debate reformas estructurales sin un debate profundo. La reforma se procesó sin abrir espacios amplios para una deliberación pública, y ahora se encamina a un referéndum que bien podría ser plebiscitario en clave presidencialista.
Pero más allá del procedimiento, el contenido de la reforma debería alarmar a toda la región. No se trata sólo de permitir una supuesta "cooperación internacional en materia de seguridad", como lo plantea el discurso del junior presidente. Se trata de legitimar la instalación de fuerzas armadas extranjeras, propiamente estadounidenses, en territorio ecuatoriano, con todo lo que ello implica: desde violaciones a derechos humanos hasta una mayor pérdida de soberanía en zonas estratégicas, como ya ocurrió con las Islas Galápagos, de donde salen vuelos cargados de cocaína en cajas de banano, ahí mismo, en las narices del Comando Sur de los Estados Unidos.
Como lo mencioné antes, en este mismo espacio, ni la base de Manta ni su símil más cercano, el Plan Colombia, lograron contener el narcotráfico en la región. Lo que sí dejaron, especialmente en Colombia, por su intensidad, fueron heridas que todavía no cicatrizan: desplazamientos forzados, impactos ambientales, una economía militarizada y una creciente dependencia de la ayuda militar estadounidense. ¿Por qué entonces esta vez sería distinto? La eterna y fracasada guerra contra las drogas impuesta desde el norte que deja a varios millones de muertos en el sur, pero que enriquece a unos cuantos. Ahí está la clave.
El verdadero dilema de fondo es que el gobierno ecuatoriano está recurriendo a soluciones espectaculares como la militarización, la mano dura, y las reformas que solo se ven bien en el papel, para responder a un problema estructural que requiere estrategias integrales: inversión social, inteligencia financiera y la recuperación y fortalecimiento de lo público, entre otras. El crimen organizado no se combate con bases extranjeras, sino con más y mejor Estado, ese al que Daniel Noboa le gusta tanto privatizar; nada mejor para engordar unos cuantos bolsillos que la idea de ineficiencia de lo público.
Ecuador está a punto de reeditar su propio déjà vu. Lo que otros países consideran una herencia neocolonial incómoda, allí se presenta como una solución brillante. Noboa decide abrirle las puertas, con bombos y platillos, a una figura cada vez más rechazada en otras latitudes.
Lo que se jugaría en el referéndum no es solo una enmienda constitucional, sino el rumbo de la seguridad nacional, el equilibrio de poderes y el lugar del país en el tablero geopolítico continental, ya bastante vilipendiado. Qué ironía que en El Nuevo Ecuador, como se autodenomina el Gobierno de Noboa, unos lamebotas tengan la brújula en el pasado de entreguismo, cuando rendirle pleitesía a Estados Unidos era la norma.