Durante el Consejo Nacional de Morena realizado el pasado 4 de mayo, la presidenta Claudia Sheinbaum tuvo que recordarle a su propio partido, lo que se espera —casi por definición— de un partido de izquierda; un acto político, en sí mismo, revelador. El contenido y el tono de la carta revelada por Luisa Alcalde reflejan una necesidad urgente de recapitular los principios con los que se fundó.
En su mensaje al CEN de Morena, Claudia Sheinbaum no hizo otra cosa que enunciar principios que, en teoría, deberían ser obvios para cualquier fuerza de izquierda: el poder no es privilegio, la política no es negocio, los cargos no se heredan, los recursos públicos no se usan para autopromoción, y la austeridad no es una estrategia sino una convicción. Al hablar de austeridad, de rechazo al nepotismo, de ética pública y de no confundir el poder con el privilegio, no se sólo se marcaron límites, sino que se pusieron sobre la mesa, una vez más, los fundamentos morales y políticos de la izquierda popular que el expresidente Andrés Manuel López Obrador impulsó y que hoy corren el riesgo de diluirse en la inercia del poder.
La línea central de la carta llama a “no confiarse” —y en el Sur de Nuestra América bien lo sabemos—; no pensar que por tener mayoría o por haber ganado la presidencia ya está garantizada la transformación. La presidenta hizo un llamado contundente a una especie de retorno ético y político, a evitar el desdibujamiento del proyecto.
¿Acatarán los dirigentes interpelados porque comparten el fondo del mensaje o porque entienden que el centro de gravedad ya se movió? Porque también hay que decirlo, en su mayoría son hombres quienes no entienden que es tiempo de mujeres y que fue la presidenta quien ganó la conducción del país por mandato del pueblo mexicano. ¿La carta tendrá efectos prácticos o quedará como gesto fundacional?
Sirva la carta enviada por la presidenta Claudia Sheinbaum también para la región. Ya lo hemos visto: la izquierda latinoamericana ha tenido que enfrentar, una y otra vez, muchas veces sin éxito, el dilema de cómo preservar la coherencia entre sus principios fundacionales y las dinámicas de poder que surgen cuando se accede al gobierno. En muchos casos, lo que comienza como un proyecto de cambio radical termina transformándose en un proyecto de gestión burocrática, sin mayor capacidad para alterar las estructuras profundas de desigualdad que pretende combatir. ¿Cómo preservar la coherencia entre el discurso de transformación y la práctica política cuando el poder, en lugar de ser un medio para el cambio, se convierte en la razón misma de la política?
La carta no interpela solo a una dirigencia específica, sino a toda una cultura política que, una vez llegada al poder, olvida que su legitimidad no proviene de la istración eficaz del Estado, sino de su capacidad de transformación profunda.
Los ejemplos sobran: partidos que nacieron de las luchas populares y terminaron replicando las lógicas del privilegio; gobiernos que prometieron redistribución y participación, y terminaron atrapados en redes de corrupción y opacidad. En ese sentido, el gesto de Sheinbaum tiene un potencial regional: recuerda que no hay victoria definitiva, que la transformación es una tarea permanente, y que el poder debe ser vigilado incluso por quienes lo ejercen en nombre del pueblo, especialmente, en tiempos en que la derecha se reorganiza y disputa el sentido común.
Por ello, sostener la coherencia de los proyectos de izquierda no es solo un imperativo ético: es una condición de supervivencia política; porque si la izquierda no se distingue con claridad —en formas, métodos y prioridades— del sistema que dice querer cambiar, entonces deja de ser una alternativa y se vuelve parte del problema.
Ojalá que la carta no se quede en gesto, que no se diluya en los rituales internos del partido ni se archive como anécdota de inicio de sexenio. Ojalá sirva como punto de inflexión para que Morena, y con él muchas otras fuerzas de izquierda del continente, se miren en el espejo y se pregunten con honestidad si aún caminan en dirección a la utopía que los hizo nacer. Lo que está en juego no es solo una istración ni un legado político: es la posibilidad de que la izquierda siga siendo esperanza. Y para que eso suceda, como bien señaló la presidenta, no hay espacio para la autocomplacencia.