
Como el Che, era asmático.
Y resulta que una noche de 1953, en la vieja Guayaquil, Guevara de la Serna y el cantante estuvieron a nada de encontrarse.
Pasó entonces que al ecuatoriano Julio Jaramillo (1935-1978) le vino una dolencia repentina y no acudió al teatrino del barrio Las Peñas, lugar donde una tal Nelly Rivas cantaba tangos, y punto de reunión de escritores y comunistas de por aquellas geografías.
“Una lástima no conocerlo”, diría después el intérprete de “Fatalidad”, “Ódiame”, “Te odio y te quiero” y tantas otras, “porque habría sido la reedición de aquel encuentro entre Perón y el mono Gatica, cuando el boxeador, al estrechar la mano del general, le dijo dos potencias se saludan”.
A algunos no podrá gustar su música.
Pero la carrera artística de Jaramillo estuvo acompañada siempre del reconocimiento de las grandes multitudes de buena parte de nuestra América.
En Cuando llora mi guitarra, un librito del escritor Galo Mora Witt (Ecuador, 1957) de reciente aparición, nos acercamos a los claroscuros que suelen perfilar a los más talentosos.
De igual forma a sus posturas ante la sociedad que los genera y el mismo sentido de su actuar.
Por ello el encabezado de estas líneas, Julio el Rojo.
Además de porque, nos lo recuerda-revela Mora Witt, el cantante ecuatoriano habría tenido una militancia reservada en la izquierda ecuatoriana y específicamente en su Partido Comunista.
Indagando en archivos, el autor de Cuando llora mi guitarra descubre la militancia de Jaramillo, quien desde el exterior de su patria envía ahorros a su familia, “y el resto para afianzar en algo a nuestro partido”.
El Comunista de Ecuador que, añade el autor, estaba dirigida por “dos brillantes ideólogos”: el hijo de inmigrantes libaneses Pedro Saad Niyaim y el escritor Enrique Gil Gilbert.
“Esa faceta de Julio como cotizante y por obviedad simpatizante del partido comunista fue uno de los secretos mejor guardados y jamás desempolvados, porque el cantor con mayor convocatoria en la historia de país no podía ser enlodado por esa filiación romántica a la organización marxista”.
Bien discreto en los aspectos político-militante, Jaramillo “arrasaba” en palacetes, teatros, fondas, salones y peñas y algo más…, enumera Mora Witt.
“Enamoraba divas, vedettes, cabareteras, estrellas, coristas; bebía whisky con empresarios, cinzano con animadores, espirituosas con ventrílocuos, ron con payasos, pisco con fonomímicos, tequila con cantores, sin olvidar el pulque, el singani, el chaparro y el aguardiente que compartía con los plebeyos gemelos de su alma”.
Su carrera, solo truncada por el padecimiento alcohólico, lo llevó a “películas, conciertos, recitales, cinco mil canciones grabadas y cuarenta y nueve composiciones registradas como autor y compositor”.
De regreso de una gira por México (“México tiene una cosa que no sé,/ que el que llega, de pronto, no se quiere volver./ ¿Será porque le dieron a tomar tequila?/ ¿Será por el sabroso pulque que lo hace renacer?”) Jaramillo es intervenido quirúrgicamente en su ciudad natal, agrava y muere a los 42 años.
Deceso que rememoraría escenas antes vistas en la región (Gardel, Evita, Infante).
Escribe Mora Witt:
“No obstante la disposición del cantor de que su entierro debía realizarse en la intimidad familiar, el impacto de la noticia hizo que las pasiones se desbordaran y ríos de acongojados feligreses de valses y lupanares, de pasacalles y fondas, repletaran las calles de Guayaquil. Tres días de velación en los aposentos de la radio, el municipio y el coliseo; trescientas mil personas llegaron a rendir tributo al duro, el brava, el superbacán, el pinga de oro (…). Se reunió esa colosal multitud también para ver cómo cantaba de muerto. Se iba el Gardel del trópico, el Negrete de las cantinas, el Infante de los pobres, el Sinatra de las putas”.
Muerto hace casi medio siglo, Julio Jaramillo continúa vivo en sus canciones.
El siguiente párrafo de Cuando llora mi guitarra bien resume su existencia:
“Para la burguesía era entonces un ciudadano engreído, alcohólico y populachero, por lo que no había razones para jactarse, al punto que un recadero de la oligarquía, con sus pretendidos buenos modales, desataría su furia contra la música rocolera por ser vulgar y chola, ronda de malandros, pocilgas, cochambre y muertos de hambre. La confrontación entre presuntos decentes y supuestos tabernarios encontró en Julio Jaramillo el mito que la literatura acogería como manifestación desacralizadora, donde la política y la lengua jugarían un papel trascendental”.