¿La reciente pantomima, en el Despacho Oval, para festejar un “acuerdo” comercial entre el Reino Unido y los Estados Unidos, se va a repetir más de 180 veces, con todos y cada uno de los países a los que Trump asestó draconianas tarifas en su cacareado “Día de la Liberación”?
Para empezar, no fue un pacto de gran calado como lo había pregonado el impulsivo bully para atizar las debidas expectativas, sino un arreglo mucho menor, asunto de quitarle aranceles a algunos productos y sanseacabó: los coches fabricados en las islas británicas, para mayores señas, ya no pagarán la cuota de 25 puntos porcentuales que le habían adicionado a la anterior, de 2.5 por cien, sino que les caerá encima un mazazo más misericordioso, de diez unidades nada más. Ah, y eso siempre y cuando los ingleses no les vendan a los estadunidenses más de 100 mil autos al año, porque entonces el castigo vuelve a ser de 27 y medio por cien.
En lo que toca a los motores que produce la legendaria Rolls-Royce, no tendrán ya cuotas ni de un centavo cuando Boeing los compre para sus B-787 Dreamliner. Evidentemente, el propósito es abaratar los aviones que el fabricante de Seattle le vende a medio mundo. Pero, qué caray, lo que no terminó de entender este escribidor, luego de intentar metabolizar los chistoretes del presidente del imperio y sus cortesanos durante la ocasión, es si los lujosísimos coches de la firma británica también van a estar exentos de tarifas.
Por lo demás, hay asuntos que no quedaron del todo claros en los apartados del aluminio y el acero, los aranceles recíprocos del sector agropecuario y otras cosas. Lo que pasa es que no estamos hablando de un tratado comercial en toda forma, sino meramente de algunos puntos que los negociadores decidieron exponer en la programada escenificación de su luna de miel.
Justamente, lo inaudito es que los arrumacos y las zalamerías vienen después de una muy afrentosa ofensiva del presidente estadunidense y que la súbita mansedumbre de los ingleses parece, en los hechos, una muy humillante claudicación.
Van de por medio los intereses superiores de la nación británica, desde luego, pero esto que hemos visto no es una negociación –a no ser que en el nuevo orden trumpiano del universo las amenazas y los maltratos deban ser los instrumentos a utilizar— sino una suerte de grotesca farsa en la que los figurantes no pueden vislumbrar otro epílogo que la subordinación.
Anunciada con bombo y platillo, la celebración ante los reflectores de este acuerdo se repetirá una y otra vez hasta que las pautas del comercio mundial decretadas a la torera por The Donald queden lo suficientemente estampadas en la voluntad de los domesticados comparsas.
La realidad que estamos viviendo es absolutamente inaudita: un matón de barrio, aupado al trono de la Casa Blanca, decretando castigos sin fundamento económico alguno para luego solazarse insolentemente en su papel de perdonavidas. Ver para creer…