“Lo malo es que Navalny no era James Bond, ni tenía el respaldo de majestad alguna”
Sus socios lo llamaban “Mijail Ivanovich”, para que los curiosos eventuales —por su bien, ya se entiende— no supieran a quién se referían, ni algún día pudieran asociar el prestigio político del personaje a una genuina empresa criminal. Que era precisamente el caso de la construcción de su inefable y nada humilde casa: una dacha veraniega de dieciocho mil metros cuadrados, situada a las orillas del Mar Negro en una propiedad que abarca alrededor de siete mil héctáreas: setenta millones de metros cuadrados, seguramente apenas suficientes para satisfacer el ego del tal Mijail Ivanovich, conocido mejor como Vladimir Putin.
Por la dacha imperial del líder ruso no pasan los aviones ni los barcos. Tampoco, por supuesto, los hijos de vecino. Desde su construcción hasta la fecha, tal parece que el tema es secreto de Estado, y con ello leyenda inevitable. Varios años debieron transcurrir antes de que salieran a la luz algunas cuantas fotos de las habitaciones y la entrada, delatoras quizá del mal gusto del dueño, pero aún no bastantes para hacerse una idea de la clase de fasto babilónico imperante en aquel palacio amurallado. Hasta que un día apareció en YouTube la película de casi dos horas donde el opositor Alexei Navalny lo encueraría frente a más de cien millones de internautas: El palacio de Putin. La historia del soborno más grande del mundo.

No se puede decir que el alcázar de marras le haya salido caro al presidente ruso, si Navalny y su equipo dejan claro que nada o casi nada le costó. Cuesta trabajo, en cambio, dar crédito a los fastos desmedidos del château, cuya opulencia es inconmensurable y nos permite ubicar a su dueño como uno de los típicos villanos de Ian Fleming. Lo malo es que Navalny no era James Bond, ni tenía el respaldo de majestad alguna. Hay mucho de ominoso en las imágenes del documental, donde el hoy fallecido opositor nos solaza con datos tan curiosos como el staff de cuarenta jardineros que trabajan de planta sólo para Putin. No es de extrañar que el líder se tomara la afrenta como algo personal.
Quienes recientemente vimos Navalny, el premiadísmo documental de Daniel Roher, cuando el protagonista ya había sido asesinado en las mazmorras de la FKU IK-3 (que es el siniestro nombre de su última cárcel), lo hicimos con las ansias derrotistas de quien asiste a un thriller cuyo final terrible ya conoce. “Tengo la verdad y la ley de mi lado”, se conforta Navalny a bordo del avión que lo devuelve a Rusia a mediados de enero de 2021, como si no acabara de entender que en su país no existe más verdad ni otra ley que las dictadas por el déspota de la dacha. Si a los facinerosos no se les interpela es porque necesitan del pavor general para prevalecer. Only business, solían disculparse los mafiosos antes de zorrajarte un tiro en la cabeza.
Hasta hoy, el asesinato de Alexei Navalny es motivo de escándalo mundial, con ciertas excepciones totalitarias. Si atendemos, no obstante, al modus operandi del hoy famoso equipo de envenenadores que recorren el mundo eliminando a los enemigos del régimen —y del cual ya Navalny había sido víctima y sobreviviente—, su misión no es cubrir la huella del delito, sino hacer evidente la vendetta y no dejar en duda su procedencia. Pues los mafiosos tienen su propia policía, y ésta es más eficaz que cualquier otra porque no se permite los errores. ¿Quién, que libre una guerra de agresión y sostenga un estado policiaco, no querría que su fama de sanguinario llegara hasta los últimos rincones del planeta, para que éste le mida el agua a los camotes?
Nadie mejor que Alexei Navalny debió de haber sabido con quién se metía. Ya lo entiende su viuda, la denodada Yulia Navalnaya. Hay cosas que la mafia nunca pasa por alto sin perder el estilo, el piso y el poder.