
Es probable que nunca se lo haya planteado, pero nada acomodaría tanto al presidente Trump como ser mexicano. Sabido es que batalla día con día contra leyes que no ha podido revertir, congresistas que piensan diferente y jueces que se oponen a simplemente obedecer sus órdenes, amén de dar la cara (es un decir) ante el país entero por todas esas felonías probadas que a otro ya lo tendrían en overol naranja. ¿Exagero si digo que en caso de ser uno de los nuestros su suerte podría ser mucho mejor?
Hace unos pocos días que Donald Trump estalló en furia contra sus compatriotas, los tres jueces del Tribunal de Comercio Internacional, quienes consideraron que el presidente se extralimitó al imponer algunos aranceles, y en consecuencia le impusieron un veto (mismo que duraría el día y la víspera). “¿Qué otro motivo pudieron tener, sino puro odio a Trump?”, se preguntó con rabia el autoaludido, y lamentó enseguida que en Estados Unidos los jueces no se elijan por voto popular. En cuyo caso no le cabe duda de que estarían todos a su servicio.
No es un secreto que el famoso hotelero tiene a la democracia en poca estima. Esa exótica idea del equilibrio de poderes parece rechinarle entre los tímpanos como chillido de saraguato, tanto así ha encontrado en cada uno de sus detractores —la prensa, en especial— a un notorio “enemigo del pueblo”. Que sus particulares intereses sean precisamente los del mentado pueblo es una coincidencia que, a sus ojos de Duce reciclado, lo proyecta como la encarnación del mismo. Son multitud, no obstante, quienes le plantan cara a su ansia destructora y hacen uso implacable del poder ciudadano que les queda.
Como tantos políticos tenochcas, el mandatario odia los equilibrios. La mera sugerencia de que cualquier congénere aspire a ser su igual le parece grotesca e inmamable, de ahí que solamente ofrezca su respeto (de nuevo es un decir) a quienes previamente se le rinden. El resto de la gente le merece nada más que desprecio, escarnio y un surtido de insultos que lo retratan a él mejor que a ellos.
Es público y notorio que el presidente Trump mira a los mexicanos con especial desdén. A pesar de ello, tengo para mí que en el fondo de su alma el amigo de Musk se retuerce de envidia cada vez que se entera de la facilidad con que en este país los políticos tuercen las leyes a su modo, en el nombre de un pueblo cuya voluntad doblan, sobornan y acomodan a su más desmedido y despótico antojo. Mucho se queja Donald de la colusión entre la delincuencia y el poder que es de por sí el azote de nuestro país, pero habría que ver la lista de ventajas que todo ello podría reportarle a quien, como es su caso, no se siente a sus anchas en los estrictos límites de la legalidad.
No será de extrañar que el presidente Trump eventualmente aplauda la rocambolesca elección de los jueces en México, tras la cual no tendremos más que un solo poder, hinchado de soberbia e ideología, y de él dependerá la suerte de quien que ose querellarse ante cualquier instancia judicial, con o sin la razón de su lado. Tan sólo imaginemos a unos jueces electos por trumpistas restregando en la cara de los acusados su presunto carácter de traidores a la patria, más allá de la simple acusación, que en realidad sería lo menos importante.
Al modo de nuestros políticos en boga, el inquilino de la Casa Blanca tiene siempre el cuidado de no importunar a sus amigos tiranos. Ya quisiera la mafia mexicana compararse con los grandes matones y cleptócratas a los que el mandamás de los republicanos dirige sus elogios más sinceros. ¿O es que alguien imagina a Vladimir Putin dispuesto a equilibrarse con quien sea? ¿Quién habría pensado que en el país al sur del Rio Grande, pleno de bandoleros y bad hombres, se cumpliría un día el sueño acariciado por Donald Trump?