Cultura

El Estado baquetón

Doña Naborita y su hijo Gordolfo Gelatino. FOTOTECA MILENIO
Doña Naborita y su hijo Gordolfo Gelatino.FOTOTECA MILENIO


Tiene grandes ideas, según dice, y para realizarlas le sobran los dineros, generalmente ajenos. Lo cual en otros casos, si bien nunca en el suyo, apuntaría a un grave compromiso. Si gasta el triple de lo calculado y al final el proyecto no sirve para nada, no habrá poder humano que le recrimine por ese o cualquier otro de sus fracasos. Para entonces, de hecho, el baquetón se habrá sacado de la manga nuevas ideas presuntamente progresistas y decididamente dispendiosas, por cuya bancarrota no habrá de dar la cara ni pagar consecuencias. Vistas sus generosas intenciones, ¿quién osaría pedirle resultados?

Según el Diccionario del Español de México, un baquetón es un sujeto flojo, indolente, desvergonzado y cínico que “no se inmuta cuando se le llama la atención”. Un término, por cierto, muy a la mano en un país como el nuestro, donde es sabido que los baquetones se dan en maceta y encuentran la manera de hacer gracia. Sería exagerado sugerir que hay por lo menos uno en cada familia, si bien existen clanes cuyos son todos baquetones de campeonato. Gente cuyos derechos son tan amplios que no les queda sitio para obligaciones. Asumen, además (y aciertan a menudo), que todo esto tendría que darnos risa.

Hay, sin duda, materia de comedia en esta situación, sobre todo si no somos nosotros quienes hemos de abrir nuestros bolsillos. Después de medio siglo de desaparecer de la pantalla chica el programa de Los Polivoces, sigue estando presente entre nosotros el espíritu de doña Naborita, la legendaria madre solapadora cuyo único vástago —el baquetón Gordolfo Gelatino— no sentía inclinación hacia el trabajo, pues ello habría estropeado su apostura. Entonces, como ahora, la sensibilidad nacional se nutría de la resignación de mantener a un Estado baquetón.

Si doña Naborita hubiera sido rica, es probable que el hijo fuese no solamente igual de inútil, sino increíblemente manirroto. La clase de empresario cuya meta parece ser la quiebra, a juzgar por la grima que le provoca el deber fastidioso de istrar aquello que es más satisfactorio dilapidar. Para quien forma parte del Estado baquetón, tomar cuidado de los dineros públicos equivale no más que a repartirlos —y repartírselos, ni más faltaba— en la certeza de que jamás se agotan. Tan sólo imaginemos al lic. Gelatino en plan de emprendedor, listo para tirar a la basura las riquezas por la que nunca se le vio trabajar.

Es pecado mortal, entre los es de la falsa abundancia, hablar de utilidades y resultados. “¡Piensas como de empresas!”, reprocharán en tono clerical a quien tenga el atrevimiento de sugerir que tal o cual proyecto sea económicamente sustentable. Desde su conveniente ceguera ideológica, toda istración que no sea ejercida con las patas es sospechosa de codicia malsana. ¿Cómo explicar, entonces, que muchos de ellos gocen de un nivel de vida que un de verdad difícilmente se podría dar? Lo peor del caso es que los baquetones, debido a su naturaleza parasitaria, encuentran en la mina del descontrol ocasión invaluable para el resarcimiento personal. Desde siempre la vida les debe algo, es hora de cobrarse sin culpa ni recato.

No hay baquetón que acepte rendir cuentas. Lo toman, además, como una ofensa. Y si tienen poder, o aliados poderosos, no será raro que den vuelta a la tortilla y acaben denunciando a quien les denunció. Pues si en cualquier empresa los malos empleados responden con su puesto por sus errores, ser parte del Estado baquetón les garantiza inmunidad y aplausos, así dejen atrás un desastre absoluto. No es, en fin, que no sepan cuidar el dinero, sino que sólo el suyo les preocupa. Tienen, a todas luces, conducta de herederos.

Cada vez que el Estado se aventura a crear o adquirir alguna empresa, me viene a la memoria Gordolfo Gelatino, que para bien de todos era pobre. Puede ser que su madre estuviera en lo cierto: el muñeco no había venido al mundo para trabajar.


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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