Hasta donde yo sé, no es delito mentir con las encuestas. Tampoco lo es mentir a los encuestadores...
Yo tampoco creo mucho en las encuestas, y menos todavía en estas épocas. Al igual que los chismes –sus parientes cercanos–, frecuentemente llevan por delante las esperanzas de quien las difunde. Wishful thinking, le llaman a la corrupción del sentido común que desemboca en creer y hacer creer las propias ilusiones. Si preguntamos a un millar de mexicanos qué país va a ganar el próximo Mundial de Futbol, cientos de ellos se dirán convencidos de que el campeón será sin duda México. Y si quienes realizan la consulta son fanáticos ciegos de la Selección Verde, probablemente “obtengan” resultados todavía más espectaculares. Todo menos rendirse a lo evidente.
Hasta donde yo sé, no es delito mentir con las encuestas. Tampoco lo es mentir a los encuestadores, especialmente cuando se tiene miedo a la reacción probable de los interesados. ¿Cómo sabe uno que quien llama a su puerta no es un esbirro a sueldo del aparato estatal o un emisario del crimen organizado? No faltará quien diga que es un temor ridículo, pero a juzgar por el poder de ambos y los probables nexos que con frecuencia se les atribuyen, ninguna precaución a este respecto parece en realidad exagerada. Ahí donde a la gente se le persigue y se le estigmatiza por opinar distinto de la “mayoría” (o al menos eso dicen sus encuestas), mal podría esperarse que todos despepiten su auténtica opinión delante de quien sea.
Los tiranos se jactan a menudo de conocer de cerca al pueblo que gobiernan, tanto así que conocen de antemano los resultados de la próxima votación. Pueblo y ciudadanía, sin embargo, están lejos de ser la misma cosa o generar respeto similar. Al pueblo le dan forma los demagogos, ya que no tiene cuerpo ni voz propia, mientras que el ciudadano opina por su parte y eventualmente cambia de opinión. Al tirano le gusta generalizar, de manera que sólo existan dos opciones y la suya resulte la única moralmente aceptable. Si en un solo renglón no coincides con él, obedeces entonces al enemigo y no puedes ser parte del Club Pueblo. ¿Cómo no, si en su lógica feudal sólo existe lugar para los obedientes? El tirano, con sus aires de clérigo, detesta los derechos ciudadanos, por cuanto estos suponen la amenaza de que la gente caiga en la discolería de pensar por sí misma.

Los ciudadanos elegimos no solamente a nuestros representantes, sino asimismo formas de vivir, pensar y comportarnos. Elegimos lecturas, creencias, diversiones y expresiones artísticas. Elegimos la educación de nuestros hijos, aun si sabemos menos de lo que deberíamos, a despecho de la opinión ajena. Elegimos entre distintas marcas de productos, y si ocurre que alguno ya no nos satisface, elegimos a otro competidor.
Elegir es hacerse responsable, actitud muy difícil para quienes creen poco en sus capacidades personales. Víctimas recurrentes de las tiranías, que como ya su nombre nos indica prefieren entenderse con aquellos a quienes pueden desmoralizar, a fuerza de amputarles todo vestigio de individualidad y suscribirles a un criterio uniforme que ya eligió por ellos y espera nada menos que su docilidad. Tirano es quien consigue confiscar a sus conciudadanos la mayoría de edad, hasta ejercerla a modo de monopolio.
“Yo le voy al que gane”, fanfarronean cínicos y conformistas, convencidos tal vez del escaso valor de sus convicciones y el precio prohibitivo de la dignidad. No es pues, que les anime el entusiasmo, sino que son clientes del desaliento. Lo sabía Mohammed Alí, que antes de la primera campanada ya se había encargado de vapulear el estado de ánimo de su contrincante. El desaliento peca de contagioso, es amigo del miedo y presa fácil de la desvergüenza. Por eso desconfío de las encuestas, pues tengo para mí que quienes se dedican a sesgarlas buscan desalentarme como ciudadano. Con la pena, conozco esa película. Es, si mal no recuerdo, del siglo pasado, y al final quienes ganan son los ciudadanos. Somos, quise decir.