No es lo mismo pagar por ver que por ser visto...
¿Cuánto pagaría usted por verle las arrugas a Paul McCartney? La pregunta es tramposa, ya se entiende, pero lo cierto es que cada uno sabe para qué ha de gastarse arriba de catorce mil pesos en ocupar las filas delanteras en el próximo show del hoy octogenario autor de Yesterday. Pero eso es todavía poca cosa, tomando en cuenta que hay paquetes especiales cuyo precio supera los cuarenta y un mil pesos mexicanos. Convendría quizás replantear la pregunta: ¿Cuánto daría usted por verse entre los VIP de los VIP en el magno concierto de un ex beatle?
No es lo mismo pagar por ver que por ser visto. Cabe creer que una fotografía en primerísima fila del concierto de marras despierta toda suerte de envidias en el Instagram. Por si esto fuera poco, el mentado Front Row Hot Sound VIP Package incluye, antes del espectáculo, el a la prueba de sonido y a la “Zona de hospitalidad”, donde lo emocionante no es tanto estar ahí como poder contarlo y documentarlo. En especial si todo el mundo sabe o se figura lo que costaron semejantes entradas. Deja, pues, el concierto… ¡Los lugares!
Los mejores lugares —en la “Zona Diamante”, dice el anuncio– para ver a McCartney en París, tres semanas después de sus conciertos en México, se cotizan en el equivalente de cinco mil pesos. Por su parte, un paquete económico de cinco días en París, hotel incluido, costaría algo menos de 30 mil pesos. Si he de acudir a mi aritmética clasemediera, encuentro que unos días en París, con las correspondientes selfies para el Instagram, deberían ser incomparablemente preferibles (y seguirían saliendo más baratos) que el gusto adolescente de asomarse al soundcheck y pararse en un área restringida, entre otras fruslerías fetichistas cuyo valor tendría que ser igual a cero.

Nadie les garantiza a quienes se han gastado un billetón en ocupar las filas delanteras que el sonido será mejor que atrás. Tampoco está muy claro que un espectáculo diseñado para las multitudes se aprecie más a mínimas distancias, como no te propongas, en efecto, contarle las arrugas al cantante (lo cual tampoco está garantizado). Pero como resulta que has llegado hasta allí antes para ser visto que para ver, o acaso nada más por pellizcarte y repetirte que estás donde estás, queda claro que el tema no está en el escenario, sino precisamente en tu butaca. Perdonando el tuteo, se diría que te hizo justicia el Flower Power.
Hace ya poco más de tres décadas que Paul McCartney debutó en el Foro Sol. Tenía cincuenta años, por entonces, y le fue muy sencillo conmover a decenas de miles de personas a través de un sistema de video que asociaba a los Beatles y su leyenda con la historia de la humanidad. Hoy que algunos se burlan de la edad del presidente Biden, no estaría de más recordar que McCartney es cinco meses más longevo que él. Se paga, al fin, no para verlo en su pleno esplendor sino, como diría Manzanero, por la dicha enorme de estar en su historia.
El sueño de los fans está en las excepciones. El gafete de backstage parece un privilegio incomparable, hasta que estás ahí por cuarta, quinta vez, y añoras el candor que los gafetes te han arrebatado. Porque al final lo cierto es que el backstage, la prueba de sonido y hasta los camerinos son la parte aburrida del trabajo de rock star: ahí donde las leyendas rutilantes no son sino fulanos comunes, corrientes y sudados, embutidos en salas de espera sin ventanas y rodeados de platos llenos de viandas frías por todos manoseadas. ¿Cómo es que semejante hábitat anodino, comparable a un pasillo de hospital, puede llegar a lucir glamoroso? ¿No es verdad que a la gente suelen pagarle por estar ahí? ¿Será al fin más extraño que incluso eso termine por ponerse a la venta… o que exista, en efecto, quien lo pague?