
Uno recuerda siempre aquellas películas en las que, como niño, se miró horrorizado en el espejo. En mi caso ocurrió con Mary Poppins. Hasta la fecha se me tuercen las tripas cuando recuerdo a aquel adusto padre llevando a sus dos hijos a conocer a su mero patrón: un banquero esperpéntico empeñado en quitarle al niño su moneda para sembrarle el chip de la avaricia. Y como sucedía que mi padre trabajaba en un banco, podía ver allí el destino espantoso que en mi candor creía inevitable. Los hijos únicos solemos ser rehenes de las expectativas familiares, hasta que un día llega tu Mary Poppins y le pone colores a un mundo que veías en blanco y negro (como el de la oficina de mi papá, que por supuesto era el lugar más soso del planeta).
Recién se supo que los oficiosos censores del Reino Unido han reclasificado Mary Poppins, pues juzgan que contiene un par de escenas inapropiadas para los pequeños, especialmente los menores de ocho años. En todo caso, se sugiere a los padres que decidan si está bien que sus niños corran tamaño riesgo. ¿Qué pasa en Mary Poppins para encender alarma semejante? Pues nada menos que un ser humano aparece –para colmo dos veces– refiriéndose a otro como “hotentote”. Una palabra usada eventualmente como insulto por algunos racistas. ¿Debemos, pues, vivir actualizados en el léxico de la gente más perversa, ignorante y estúpida, no sea que alguien nos juzgue semejantes? ¿Cuánto daño habrá hecho Mary Poppins en todas estas décadas a tantos distraídos angloparlantes? ¿Y a qué edad se imaginan los censores británicos –esos hotentotes– que a una o un niño podría interesarles Mary Poppins?
No he olvidado la tarde en que mi padre me hizo repelar y le grité “pendejo” a media comida, delante de mi abuela y mi mamá. Acababa de cumplir los siete años y pensaba que esa rara palabra servía para nombrar a cierta especie de insecto silvestre. “¿Dónde oíste eso, niño?”, palideció mi abuela, mientras mi padre me sacaba de una oreja. Lo había oído en el club, de labios de otro niño más despierto que yo, y muy pronto aprendí a emplear esa y otras “groserías de carretonero” a espaldas de mis mayores, que nunca más pudieron controlar las florituras de mi vocabulario.
Ser niño es llevar una doble vida. Tiene uno que esmerarse en proteger la candidez de sus padres y abuelos, que se esfuerzan en verle con aureola y harían cualquier cosa por resguardarle de este mundo pútrido. Pero ellos tienen muchas ocupaciones y el niño demasiada curiosidad. Se entera uno de todo, en esos años, y todo lo interpreta a su manera. Sabe entonces que los adultos mienten, y que a menudo fingen ingenuidad para disimular su auténtica opinión. Tantas veces los ha visto mentir que cada día pueden engañarle menos, pero hay quienes persisten en la creencia de que es posible hormar al niño a voluntad, y entre ellos sobresalen, por gaznápiros, quienes miran con lupa los cuentos infantiles para encontrarles malas actitudes.
La labor de esta gente ñoña y anodina resultaría perfectamente inútil si sólo pretendieran proteger a los niños de la realidad. Pero, al fin pueblerinos, lo que en realidad buscan es hacerse con una buena imagen, como quien se maquilla para salir a escena. Porque de eso se trata este mitote. Ya sean los Tele-Tubbies, Bugs Bunny, el Pato Donald o la Cenicienta, uno puede encontrarles, si se empeña, toda suerte de indicios perniciosos y correr a encender las alarmas morales. Sólo hacen falta morbo, hipocresía y alguna dosis de hambre de renombre.
La proliferación del puritanismo es ciertamente indicio de podredumbre, pero no la que asusta a los puritanos. Pues son ellos, al fin, los agusanados, y es justamente su pavor a la vida lo que les quita el sueño y nos roba el oxígeno. ¿Y no de eso trataba, por cierto, Mary Poppins?