La actividad del viaje ha sufrido numerosas metamorfosis: desde la errancia nómada de la prehistoria, las misiones militares y el desplazamiento comercial de la antigüedad pasando por las cruzadas, las exploraciones de estudio de los sabios del Siglo de las Luces, las peregrinaciones estéticas de los artistas románticos, el viaje de formación (Grand Tour) de los aristócratas europeos, hasta el turismo masivo de la época actual. Por muchos siglos, lo natural era el sedentarismo, las generaciones se sucedían atadas a una misma tierra y solamente la guerra o las emigraciones por hambre propiciaban el traslado forzoso.
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El viaje solitario era una actividad rara, excitante pero atemorizante, pues se prefería permanecer en ese espacio de identidad y seguridad que era el terruño. Paulatinamente, la evolución de los transportes fue abatiendo los peligros, los costos y los tiempos de los desplazamientos. En El viaje y su sentido. Cuando los filósofos se hicieron nómadas (Shackleton Books, 2021), la filósofa Emily Thomas acude a un conjunto de pensadoras y pensadores eminentes que, a partir de la época de los grandes descubrimientos, se interrogaron en torno al sentido del viaje y le brindaron algunas de sus múltiples significaciones modernas: como método de conocimiento científico; como escuela del relativismo; como promotor de la apertura al otro; como catalizador de la experiencia interior y como encuentro con la naturaleza y lo divino.
El viaje, por ejemplo, adquiere prestigio científico con Bacon, santo patrón de los sabios exploradores que escudriñan los misterios del mundo. Con Descartes, el viaje matiza las certezas e imbuye la duda metódica. Con Locke el desplazamiento por otros territorios constituye una pedagogía de relativismo y tolerancia. Con la deslumbrante Margaret Cavendish, el viaje es un despliegue de imaginación utópica y una alegoría del conocimiento. Con Henry More el encuentro con los paisajes infinitos, en los que habita la “sombra de Dios”, equivale a una experiencia religiosa. Edmond Burke patenta la noción de lo sublime, ese “terror placentero” que el viajante puede experimentar ante lo que lo rebasa y amenaza.

Además de ocuparse de filósofas y filósofos, la autora pone en la mesa temas como el papel de la cartografía como manifestación de etnocentrismo, la discriminación de género en la historia del viaje, las implicaciones éticas del llamado turismo de última oportunidad a lugares en peligro de desaparición o el futuro de los viajes al espacio y su capacidad de infundir humildad al humano. El libro mezcla, con humor y fluidez, historia de la filosofía, crónica de viaje y crítica de los hábitos y prototipos viajeros contemporáneos.
A través de este volumen es posible entender que el viaje más fecundo requiere un ejercicio de reflexión y ascesis que deja a la intemperie al viajero, pero que recompensa con mayor conciencia de sí y mayor disposición para transigir y simpatizar con el otro.
AQ