Verano de 1982. Temporada ideal para que un pequeño grupo de noctámbulos, amantes de observar fuegos fatuos, se salten la barda del célebre cementerio del padre Lachaise localizado en una colina del este de París. Entre ellos, Nikki O'Heiss lamenta la suerte de todas aquellas buenas personas que acaban de abandonar su piel, obligadas a someterse al ignominioso proceso de cremación, en lugar de llevar a cabo un apropiado, decente entierro.
—Para beneplácito de los noctívagos…
No me hace caso. Nikki O'Heiss continúa su perorata.
—Podrían mostrar sensibilidad y darse cuenta de que nos privan de la magia contenida en escasos esqueletos y calacas.
- Te recomendamos Una librera en París Laberinto

En efecto, en ese entonces cada vez había menos solicitudes de renovación de las fosas a fin de recibir otro morador. Además, solo si el noctívago necrófilo era agraciado, “si estaba bendecido”, en palabras de Nikki O'Heiss, tendría la fugaz oportunidad de atestiguar el truco del fósforo convertido en llamitas mientras deja la osamenta de alguien brioso, o enfermizo. O ambas.
Una inesperada lluvia veraniega baña el cementerio. Riachuelos de lodo escurren hacia la parte baja de la colina. Para Nikki O'Heiss, tener la suerte de percibir la inflamación espontánea de fosfanos o metano está al otro lado del charco indómito, Samuel Taylor Coleridge dixit. No tiene nada que ver con el acto prosaico de acercarse a un fétido pantano, la cuestión es estética. Según Nikki O'Heiss, esta necrópolis es perfecta.
—Es un panteón, pero no lo habitan dioses; ¿escuchas el barullo de los famosos que pueblan estas calles? No molesta.
Una embarazosa humedad envuelve el lugar. El calor repunta. Esta densa noche de Walpurgis parisino la aristócrata Nikki O'Heiss advierte a los interesados sobre el peligro que representa la serpiente verde como la imaginó Goethe.
—No pasa nada. Para eso está el viejo barquero —dice el paisano Ariel.
O'Heiss me presenta al joven socio de una tienda de diamantes en Amsterdam, quien viene acompañado de su guardaespaldas, cuyo parecido con el cantautor, Jim Morrison, es sorprendente. Se diría que es el mismo Mojo Raisin redivivo. Ariel también es músico, suele presentarse bajo el seudónimo de DJ Chantal en sitios de outsiders. La rola favorita de sus fans lleva por título Le feu follet.
—¡Se balancea el bote! —exclama el guarura, y sentencia: —Si no pueden dominar el gusano que traen en la cola, podemos volcar. ¡Cálmense, fuegos fatuos!
Coleridge habla por mí.
¡Te temo, viejo marinero,
(a quien apodan Morrison),
tu huesuda mano temo!
Y eres alto, y descarnado, y oscuro
como las costilludas arenas del océano.
Dos súper modelos, a quienes llamaremos Orta y Beto, iluminan la escena. Solo diré que fueron pintadas por Lucien Freud. Será mi imaginación pasada por lluvia, pero veo cosas viscosas que se arrastran con piernas sobre el aceitoso fosal. Nos apostamos no muy cerca de la tumba del afortunado, pues con el simple aliento de nuestras bocas las débiles llamas se disiparían. Siempre previsor, el paisano Ariel trajo un ligero, compacto, poderoso artefacto de visión nocturna.
Al precipitarse la madrugada se me ocurre preguntar:
—¿Alguien vio algo?
Nikki O'Heiss me mira como si le hubiera hablado en demótico. Rumbo a la salida pasamos cerca del túmulo de Morrison. La vista de búho que lo distingue como implacable guardaespaldas provoca en él un repentino embeleso. No puede mover los ojos, pero su cuello gira 220 grados y así que encadenado a los destellos de la luna rebotando en el mármol del busto. Por su parte, el paisano Ariel tiene dificultades para deponer el fantasma del viejo Coleridge que pulula en este sacramental. Pide ayuda a su empleado, pero es inútil, éste sigue fuera de este mundo. El espectro de Samuel Taylor se le atora en el gañote y se apodera de su voz tipluda.
“Cerca, cerca, tambaleantes y en desorden
los flambeaux durante la noche danzaban;
y el agua, como la poción de una bruja,
ardía verde, azul y blanca.”
A pesar de la estupefacción por verse muerto y vivo al mismo tiempo, el guardaespaldas consigue salir de su espasmo; no obstante, pierde el equilibrio por un momento, suficiente para que su enorme humanidad golpee la pieza de mármol y ésta caiga al piso. Avergonzado, la levanta con titánico esfuerzo y la coloca de nuevo en su lugar. Más apenado se siente cuando Orta y Beto le hacen notar que le ha roto la nariz. La noche cálida le ha sentado mal, se derrumba.
Nikki O'Heiss lo mira, dice:
—Cuando alguien va a morir, la noche se vuelve más brillante.
Nadie murió esa noche en Père Lachaise.
Regresé el año siguiente para acompañar a una amiga que deseaba conocer la tumba de Edith Piaf, siempre llena de flores. Pasamos por túmulo de Morrison; de reojo miré el maltrecho trozo de mármol, todo pintarrajeado. Luego, en 1985, volví porque alguien quería irar el mausoleo de Joseph Louis Gay–Lussac; y un año más tarde, dónde habían quedado los restos de Georges Cuvier, dado que vivía yo en la calle del mismo nombre. Entre 1986 y 1988 me convertí en un improvisado guía de turistas de lápidas, aunque no debo ser injusto; fueron, en realidad, genuinas y genuinos tafófilos. Y el busto “intervenido” por el doble de Jim seguía allí, rociado con infinidad de colores, leyendas y milagritos.
A fines de 1989 regresé una vez más a este necrosario por culpa de alguien fanática de Guillaume Apollinaire. Para mi sorpresa, al pasar de nueva cuenta por la calle donde yace Morrison, descubrí que el trozo de mármol había desaparecido, no así las docenas de machos cabríos y brujas que celebraban sus breves aquelarres a mediodía, por la tarde, jamás de noche. Para su descargo, hay que decir que la policía y los guardias internos redoblaron sus rondines y las multas por brincar los muros a deshoras se hicieron más severas. Comprendí que los tiempos habían cambiado cuando, rumbo a la salida, noté que encima de las letras labradas sobre la piedra de la fachada de una suntuosa cripta familiar, perteneciente a una tal familia Simpson, alguien había pintado con spray: “Homer”.
AQ