El café, la cantina o el restaurante suelen convertirse en la guarida de la hornada de escritores, artistas y bohemios que por gusto o por inercia hacen de la tertulia un ritual inquebrantable. El Café Gijón y el Café Comercial de Madrid, por ejemplo. En el primero, Benito Pérez Galdós o Buñuel y Dalí fueron parte de la clientela habitual, mientras que el otro albergó a Antonio Machado y Jardiel Poncela.
El celebérrimo Les Deux Magots en Saint–Germain–des–Prés de Verlaine, Rimbud, Eluard, Breton, Vian, Sartre, Simone de Beauvoir y una lista grande o La Closerie des Lilas de Scott Fitzgerald, Hemingway o Duchamp en el Boulevard du Montparnasse en París. El White Horse Tavern del West Village de Manhattan, bar del último trago de Dylan Thomas y preferido de Kerouac, Mailer, Hunter S. Thompson o qué decir del café La Habana de Morelos y Bucareli en Ciudad de México, con su placa que refiere que ahí estuvieron Fidel Castro y el Che Guevara, y Roberto Bolaño y los infrarrealistas.
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Como cuartel inevitable de las cofradías de afinidades electivas, el café o la cantina regularmente sufren mutaciones y se tornan cabaret, teatro, galería, esos recintos adoptan el espíritu convulso de los seres que disfrutan más del aposento que de los palacios o cuchitriles donde habitan regularmente.
En 2008, Jorge Bustamante García seleccionó y tradujo un puñado de memorias de escritores rusos de principios del siglo XX, la llamada Edad de Plata de San Petersburgo. Con el título de El sótano del Perro Vagabundo por la taberna que fundó Boris Pronin el 31 de diciembre de 1911 en la esquina de la calle Italia y la Plaza de Mijailovski, que operaba de la medianoche al amanecer, los recuerdos que Bustamante rescató componen un cuadro fascinante de la cotidianidad de los creadores que se reunían luego de la cena o de la función de teatro para departir entre humaredas de tabaco y vapores de café o copas de coñac.

En El Perro Vagabundo, nombre que le dio el poeta Alexis Tolstoi ya que al buscar un sitio para montar un club, se comparó a sí y a sus amigos con una jauría de canes callejeros en busca de abrigo, coincidieron Anna Ajmátova, Georgi Adamóvich, Georgi Ivánov, Boris Zaitzev, Osip Mandelstam, Vladimir Maiakovski y un sinfín de bardos que aprovecharon el antro para leer sus textos, en tanto que los cantantes como Zhuravlenko o Popova se desgañitaban entre las mesas o Lopujov y Karsavina presentaban números de danza, seguros de contar con un público distinguido, digamos, Prokofiev, Lunacharski, Meyerjold.
En El Perro Vagabundo todo cabía y no se discriminaba. Bueno, sí. A quienes no tenían nada que ver con el arte de San Petersburgo se les llamaba “farmacéuticos” y pagaban tres rublos por la entrada, en contraste con la tarifa de los que era de cincuenta kopeks.
Mas esto es rio pues las reminiscencias de aquellos cuyo mundo comenzó a desmoronarse con la Primera Guerra Mundial, y se destruyó del todo con la Revolución de Octubre y las purgas que decretaron tanto los bolcheviques como los del movimiento blanco, componen un relato que comienza en la juventud y culmina en la vejez, con ciclos de gloria o de oprobio y olvido, de exilio, tormento, ejecución: Ajmátova evocando la gracia núbil y la triste decadencia de Mandelstam o la arrogancia venenosa de Marina Tsvietáieva; Boris Zaitzev y su crónica del ímpetu de Viacheslav Ivánov; Konstantin Balmont elogiando la sabia parquedad de Aleksandr Blok; Igor Severianin alabando la amistad de Maiakovski. Y alrededor de ellos, el nubarrón de la desgracia staliniana, pues como cuenta Ilia Erhenburg, mientras todos clamaban por la Revolución, solo Osip Mandelstam “concibió la escala de lo que sucedía, la grandeza de lo histórico después de Bach y el gótico, y esclareció la locura de la actualidad: «Bueno, probaremos la enorme, torpe y chirriante vuelta de timón»”. (Así lo dijo en el poema “Glorifiquemos, hermanos, las tinieblas de la libertad…”)
AQ