Ahora resulta que todo lo bueno de nuestro tiempo comenzó en 1925. Dicen, por ejemplo, que fue el año en que el crecimiento económico, la esperanza y la modernidad se desataron en Occidente. Con el abandono del campo y el crecimiento de las ciudades, el mundo de entonces parecía ir viento en popa y nadie temía que tan sólo cuatro años después, en 1929, todo se iría al garete. En el esplendoroso 1925 nacieron personajes como Celia Cruz, Yukio Mishima, Ernesto Cardenal o Rosario Castellanos, se fundaron la Liga Mexicana de Béisbol y la revista The New Yorker. Además, se publicaron libros emblemáticos como El gran Gatsby, Manhattan Transfer, En nuestro tiempo, El proceso y La raza cósmica.
Edward Hopper comenzó a pintar sus seres solitarios y Serguéi Eisenstein estrenó El acorazado Potemkin. En pleno apogeo del jazz, también gángsters como Al Capone hacían de las suyas y Hitler se retrataba en Mi lucha mientras Mussolini instalaba oficialmente el fascismo en Italia. Y en España, en plena dictadura de Miguel Primo de Rivera, una céntrica calle empinada de Madrid emuló a los bouquinistes de París al acoger de manera permanente puestos de libros de ocasión.
Un siglo después, la Cuesta de Moyano, junto al Real Jardín Botánico, continúa siendo la principal referencia de este país para los amantes de los libros antiguos. El pasado 11 de mayo, el día exacto del centenario, la reina Letizia acudió a saludar a los libreros que atienden las 30 casetas del lugar. Recorrió el callejón de arriba abajo y celebró que, por fin, esta feria permanente haya sido declarada Bien de Interés Cultural por el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid. La monarca consorte husmeó en los puestos y terminó comprándose El vendedor de libros viejos de Stefan Zweig, Monstruos y lógica de Chesterton, Cartas de un poeta (1826-1849) de Edgar Allan Poe y Fábulas fantásticas de Ambrose Bierce. La asociación de libreros de la cuesta también le regaló otros libros para ella y para sus hijas y, al final del recorrido, sus guardaespaldas se fueron bien cargados.
Los puestos, abiertos todos los días y alineados a lo largo de esta calle, están repletos de todo tipo de libros y cada uno tiene su especialidad dependiendo de la gente que los gestione: clásicos literarios, cuentos infantiles, filosofía, cine, música, cómics…

Un día antes, en el Instituto Francés de España se llevó a cabo un acto solemne para hermanar de manera oficial a los bouquinistes de París (instalados a orillas del río Sena desde el siglo XVI) y a los libreros de la madrileña Cuesta de Moyano, las dos únicas ferias permanentes de libros al aire libre que siguen activas a día de hoy en toda Europa. Es decir: este continente ya sólo cuenta con un par de vestigios de tradición librera que han sabido mantenerse de pie frente a los desafíos de la era digital, la gentrificación de las grandes capitales y la desaparición de comercios tradicionales en sus centros históricos.
La calle más leída de Madrid (Francisco Umbral dixit) tiene el nombre de Claudio Moyano, un político del siglo XIX que impulsó la ley educativa de 1857, la más longeva de la historia española. A lo largo de 100 años, la actividad de estas casetas grises (las cuales, por cierto, tienen prácticamente el mismo aspecto que en los años veinte) únicamente ha cesado durante 15 días, en 1939, al término de la Guerra Civil, cuando el recién instaurado régimen de Franco ordenó una inspección para incautar libros prohibidos, y durante varias semanas en 2020, debido a la pandemia del covid-19.
En lo que a mí respecta, he venido varias veces a este callejón que conecta el Paseo del Prado con el Parque del Retiro en busca de ediciones descatalogadas (la que más trabajo me costó encontrar fue la de Enviado especial, una antología de crónicas de guerra de Ernest Hemingway, que ahora atesoro en mi biblioteca) y he pasado horas y horas entre miles de ejemplares viejos de autores clásicos y contemporáneos, nacionales y extranjeros, la mayoría a precios bajos (uno, cinco, diez euros). Solía acudir, sobre todo, a la caseta de don Alfonso Riudavets, un octogenario cascarrabias que, hasta hace tres años, cuando murió, era el vendedor más antiguo de la cuesta. Yo le sacaba a trompicones algunas anécdotas de sus vivencias y él me enjaretaba algunos ejemplares amarillentos que me han hecho pasar grandes experiencias de lectura.
AQ