El humor, la memoria, la crítica envuelta en el celofán de la ironía son algunas de las características de la literatura de Miguel Ángel Avilés Castro (Las Paz, BCS, 1966), autor de Ingratos ojos míos (2004), Los sordos territorios (2008), Estar y no estar: juegos de la memoria (2013), El diario de mi ciudad (2016) y Mario Almada nunca pierde y otras crónicas para invocar olvidos (Universidad Autónoma de Baja California Sur, 2024), en el cual a través de los recuerdos se filtran las imágenes de estos días ensangrentados, en los que tantas cosas han cambiado, como el significado de algunas palabras, la costumbre de los niños de jugar en la calle, la candidez con que se asistía a espectáculos populares como la lucha libre o se miraban las películas de los imbatibles justicieros encarnados por Mario Almada y su hermano Fernando, héroes a la altura de nuestro subdesarrollo cinematográfico.
En este libro, Avilés Castro va y viene en sus remembranzas y reflexiones. En el capítulo “La transformación semántica en el narco México de hoy” cuenta, entre otras, la historia de una maestra nueva en una escuela del norte del país, quien para romper el hielo con sus pequeños alumnos les habla de su gusto por los pájaros. Les pone una tarea, todos trabajan en silencio cuando ella, inopinadamente, pregunta: “¿Saben dónde puedo conseguir un perico?” Los niños se quedan atónitos, algunos se ríen, otros la miran perplejos, hasta que uno de los más grandes, pensando en una posible ganancia, responde: “Yo, maestra. Pero tiene que ser bien a la sorda, porque a ese compa ya lo traen bien campaneado las mulas”. Maestra y alumno se referían, desde luego, a distintas clases de perico.
Licenciado en Derecho, radicado en Hermosillo, Sonora, desde 1984, como escritor Miguel Ángel Avilés Castro le ha declarado la guerra a la solemnidad y la hipocresía. En Mario Almada nunca pierde registra un hecho que ha cobrado vigencia en las últimas semanas: la prohibición de narcocorridos, como lo hizo un gobernador de Sinaloa en el sexenio de Felipe Calderón. Entonces, como ahora, desde el poder se censuró, o se pretendió censurar, ese tipo de canciones y el escritor sudcaliforniano se pitorrea esta actitud. “No hay hasta ahorita prueba científica que diga que las preferencias musicales sean determinantes para formar una mente criminal”, dice, pero quizá, infiere, entre los gobernantes que impulsan esa determinación “haya cierto temor de verse proyectado en uno de esos corridos, […] como ese que se oye así: Todo llegó sin problema a donde estaba planeado / y aquel jefe de gobierno hoy se encuentra retirado / en dos o tres meses tuvo / lo que nunca había soñado.” Todo puede ser, aunque se haya acabado la corrupción.
La crónica que da título al libro es un homenaje a Mario Almada (Huatabampo, Sonora, 1922-Cuernavaca, Morelos, 2016), protagonista de películas como Todo por nada, Los doce malditos y El pistolero del diablo, entre más de trescientas, dos de ellas con Isela Vega.

De Mario Almada, dice Avilés Castro, que “es un ídolo y por eso la plana mayor de mexicanos disfruta sus películas, les guste o no les guste a los defensores del buen cine, o melindrosos de cubículo, esos que alguna vez criticaron también las películas de El Santo y, actualmente, hasta lo homenajean, los muy falsos, diciendo, ya como un cliché, que son películas de culto. Don Mario, eso sí, dice que son dos pelis las que ahora le da penita saber que filmó: La India y La Viuda Negra. Que porque no son aptas para todo público y porque se pone rojo cuando en la actualidad la ven sus nietos”. Tal vez sea así, comenta, sin embargo, en ellas no se le ve el rubor por ningún lado, y es que era muy buen actor.
“La crónica es la novela de la realidad”, decía Gabriel García Márquez y el escritor paceño lo recuerda en uno de los epígrafes de este libro que incluye un relato que se fragmenta a lo largo de las páginas, en él aparece el país en llamas en el que vivimos, en el que antaño, escribe alumbrado por la nostalgia, “regía la serenidad y no había tanta puta balacera”.
AQ