Así lanza airoso, pero modesto, el primer verso de un poema en el libro Los secretos engarces (2021) José Javier Villarreal. Ojalá contáramos con esa libertad y esas tablas con las que el poeta transita para que, desde esa línea aparentemente sencilla, todo se desenvuelva. No pensé, no me di cuenta que hablar de estos “engarces” como dijera Sor Juana, sería tan retador. El asunto está en corresponder con el buen juicio y la destreza con las que él nos guía en la lectura de cada uno de sus poemas.
No me equivoco al decir que José Javier Villarreal es tan lector como escritor, incluso más lector de sus propios textos, hay una transparencia en eso sin lugar a dudas. Mientras escribe se va leyendo ¿es esto tan obvio en todo escritor? No lo creo. No puede olvidarse también su condición de maestro. Como si en su proceso escritural nos fuera ofreciendo una lección. En su poema Poeta de provincia, que da título a su libro editado por Tilde, aparecen mencionados incluso estos alumnos.
Qué maestro, si no es uno muy generoso, invitará a sus discípulos a comportarse como Ovidio en uno de sus versos; es decir, quién confiará en que ellos, nosotros, engarzaremos nuestra existencia con la del poeta latino, alumnos ya dentro del verso, con la desenvoltura al probar y contemplar una uva.
Vayan a la página 137. Ovidio, escribe José Javier Villarreal: “la tiene en su mano, a la altura de sus ojos; / la ve, la acaricia, le da vueltas entre las yemas de sus dedos”. Más adelante el poeta se preguntará, después de convertir esa uva en multidimensional, ubicua temporalmente, si sus alumnos habrán “reparado en la tersura de esa fruta… si antes de beberse el vaso de leche… han reparado en su blancura”. Así me pregunto, antes de escribir, qué nos es preciso ver en esta reunión poética, reparar en qué.
Detenerse, por ejemplo, en el título de la colección. Me gusta porque hay ahí también una aparente simpleza: poeta de provincia, sí, pero de todos los territorios poéticos, de todas las parcelas literarias. Hay ironía e invitación. ¿Cómo podríamos seguir a un intelecto avasallante, abarcador, si no fuera porque nos invita amable a atestiguar las “consecuencias de su asombro”, como él mismo se refiere a su escritura? Desde la provincia clásica, pasando por el country side inglés o el Campo Alaska (2012) como invención de arraigo sorpresivo; literatura que se ara pacientemente como en un cuadro de Brueghel. Tan solo en Poeta de provincia, el poema, este devoto lector constela a más de nueve poetas con sus propias lecturas y afanes, entre ellos Propercio, Beckett, Coetzee y Gonzalo Rojas. ¿Cómo logra engarzar tantas visiones en tan solo dos páginas y media? Ni de provincia ni de este tiempo, pero sí, de tantos libros en eslabón.
Nos invita a través de su poética, a sus ritos íntimos que solo se dan por esa familiaridad parabólica. Entramos a la habitación porque es todas las habitaciones. Veamos, es quizá un pintor de naturalezas muertas, pero más vívidas que nada. En Una señal del cielo (2017), abre con una colección de objetos, apunta: “es el tenedor lo que más se distingue sobre la mesa”, un instrumento diario por todos estimado, con ese objeto familiar nos da la bienvenida, una lectura en espiral que terminará resignificando cada cosa nombrada, coleccionada puntualmente.
Una naturaleza muerta se sostiene no porque haya este o aquel objeto, sino porque están en consonancia, porque suenan entre sí. Como un pintor profesional sabe que, si emplea un color aquí, deberá acentuar allá. Composiciones que resguardan con precisión cada cosa colocada por el oído y la mirada.
¿Qué nos invita el poeta a distinguir con máxima atención? De la naturaleza que se tiene por oficio, por devoción, la labor que atiende. “Ningún cabo suelto” leí en alguna crítica que otro escritor le hiciera, para este tableau diría: ningún objeto fuera de sitio.

Más de cuatro décadas en nueve libros, más algunos poemas inéditos, pero cuántas ventanas, lechos, cuartos, mesas, sillas… en los que se concentra el estupor. Quizá para este texto, quedarme con ciertas lecciones, por ejemplo, la de la piedra en el libro Una señal del cielo (2017). Dice: la piedra está ahí… cierto, todos la vemos, la imaginamos, hemos sentido la conexión. Nos irá involucrando magistralmente para que, desde ese discurso ahora compartido por la lectura, nos adentremos en algo que nos había estando esperando a todos; “no podemos fingir, sabemos que la piedra es famosa”, dice en la segunda línea. Ahí somos aún cómplices. ¿En qué momento, viraje, giro, sin darnos cuenta el poeta hará que esa piedra no sea ya cualquier piedra? Su poema la ha posicionado ya como una singularísima. Nos conmina con el uso de la segunda voz a que ella, la que parecíamos tener por la lectura, ahora ya no nos pertenezca. Decía Octavio Paz “el poema da y quita realidad”. José Javier Villarreal nos otorga la piedra de su asombro y luego, con todo cuidado, nos la hace perder. Sentimos ya con él, melancolía.
¿Es la piedra o cualquier motivo que él desea abordar? ¿En qué momento la materia deja de ser física para ser verbal? Alquimista, hace aparecer la sustancia. Reúne minerales en cada línea, eso… o de cómo logra renovar nuestra forma de mirar. El engarce aquí, vayan a la página 113, se da porque esa piedra ya fue de tantos erigidos, tallados, en el poema: el super héroe, el pugilista, un personaje de Luis de Camões, Sísifo, Cristo o alguien que simplemente la extravió.
“Mi relación con la literatura no ha sido fácil” página 174. “Releer el poema o, de plano, volver a comenzar el libro”, añado… esta reseña. Se invita al lector a dejarse conmover por este autorreflexivo, natural, obsesionado amante de los libros, expositor de maravillas, labrador de campos literarios, físico-corpórico-matérico que muestra la extraña familiaridad de lo que pasa.
Y, además, es de notarse en la publicación, cierta puesta en página con las fotografías de Gabriela Bautista, que hacen que la lectura se disfrute más. Espléndida curaduría de los oficiantes de Tilde.
AQ