(Spoiler alert: se mencionan a continuación elementos de la trama del primer episodio de la más reciente temporada de Black Mirror).
En el primer episodio de la nueva temporada de Black Mirror, titulado “Common People”, Mike y Amanda son un matrimonio de clase media bastante habitual, él soldador y ella maestra de primaria, que enfrenta los habituales desafíos de un matrimonio joven de su tipo. Todo marcha más o menos bien hasta que a ella le descubren un tumor cerebral inoperable, y la única alternativa para que despierte es un tratamiento experimental ofrecido por una compañía llamada Rivermind, que reemplaza el tejido cerebral dañado con una especie de memoria que aloja la memoria de Amanda, por lo que su mente estará conectada y alimentada por un servidor remoto de la compañía. Ante la falta de opciones Mike opta por el tratamiento, pese a la dificultad económica que le supone. El resto del capítulo es la muy angustiante historia de cómo la compañía va incrementando los precios de la suscripción si no quieren enfrentar consecuencias indeseables como que Amanda recite sin desearlo anuncios publicitarios, y para costearlo Mike participará en una página web donde se le paga a los participantes para que se degraden tomando orina frente a la cámara o cosas del estilo. La espiral de adicción a los servicios de la compañía y la humillación pública para costearla genera tal tensión que lo único que se desea es que termine el episodio lo antes posible.
Aquí Black Mirror deja claro que uno de los costados más inquietantes de la ciencia ficción no es tanto la advertencia de lo que podría pasar en un futuro, sino la ligera distorsión de fenómenos y mecanismos que precisamente resultan muy inquietantes por sus resonancias con nuestra realidad. Si bien aún no se ha desarrollado un dispositivo donde sean las propias personas quienes se conviertan en los anunciantes de las marcas, esto ya ocurre a varios niveles de nuestra cotidianeidad, y quizá por eso empatizamos tanto con el ridículo que vive Amanda cuando se pone a recitar involuntariamente comerciales en la escuela donde da clases. Pensemos no sólo en los influencers y cómo tan exitosamente se convierten en marcas de sí mismos que anuncian otras marcas, sino también en la publicidad dirigida que nos aparece en nuestras redes sociales sin solicitarla. Este es el caso más similar a lo que ocurre en Black Mirror, pues difícilmente alguien podría argumentar que las redes no son un avatar de uno mismo, alimentado exclusivamente con información proporcionada voluntariamente. Así que esos intrusivos anuncios que en el fondo parecen como un confesionario de deseos ocultos serían algo bastante parecido a la publicidad que nuestro yo virtual le recita a nuestro yo consciente que visita las redes donde se anuncia nuestro yo virtual. O, para decirlo de otro modo, la publicidad que nos endilgamos a nosotros mismos mientras scrolleamos, basada en los deseos de consumo, viajes, necesidades médicas, etcétera, que manifestamos ya sea con un clic o verbalmente frente a los dispositivos y apps que, así como sucede en Black Mirror, tienen ya un dominio tal sobre nuestra mente, que es absolutamente inconcebible la existencia sin ellas.
Sólo que Amanda y Mike al menos se ven orillados por una razón de vida o muerte, mientras que lo nuestro se realiza únicamente con información que nosotros mismos le proporcionamos a esa extensión de nuestro yo a la que luego aborrecemos cuando nos bombardea con publicidad no solicitada, que en realidad sí fue solicitada, sólo que parte del chiste de todo el mecanismo es que sigamos pensando que no fue así.