En una ocasión hace más de veinte años en que fui a visitar a un familiar internado en una clínica de rehabilitación, en una de las dinámicas el monitor (a su vez un adicto en recuperación) dibujó en un pizarrón un perro y explicó que a los adictos había que tratarlos como tales. Ello porque la única forma en que comprendían era marcándoles límites, por lo que en su despliegue gráfico de la metáfora dibujó también una especie de cordón que delimitaba los límites que no debía cruzar el animal, mismos que se le debían marcar con claridad, principalmente por su propio bien.
Mi familiar se ofendió sobremanera por la metáfora con la que aludían a los internos, supongo que además de por la fragilidad emocional que naturalmente vive quien decide entrar a un centro de rehabilitación, también porque seguía en un estado de negación sobre su problema de adicción, pues reiteradamente afirmaba que él no era como los demás internos. Aun así, recuerdo que lo del perro a todos nos pareció un poco extremo y humillante, aunque claramente iba en línea con el discurso y principios generales del programa, pues al menos ahí era clara la estrategia de buscar demoler la autoestima y la identidad previa de quienes se internaban (supongo que algunos por voluntad propia, otros más obligados por los familiares), para recomponerlos o reconfigurarlos según otro tipo de principios que idealmente les permitieran superar los patrones que condujeran a la adicción y funcionar de otro modo tanto en familia como en sociedad. Pues claramente la precariedad emocional y la sensación de culpa y de estar en falta perpetua (no sin razón, en la mayoría de los casos) formaban parte del programa, y había numerosos mecanismos diseñados para conducir a los pacientes hacia ese tipo de emociones y estados mentales.
Pensaba un poco en esto a raíz de leer varias notas relacionadas con los pronunciados incrementos en la adicción al juego, las drogas (al parecer, la sobredosis es la principal causa de muerte en menores de 50 años en Estados Unidos), los créditos personales que otorgan apps (con tasas de interés demenciales) y, por supuesto, internet y las redes sociales, en el sentido de que todo esto tiene que ver con un tema sistémico y de organización de las sociedades contemporáneas, más allá de las historias personales de las millones de personas que nos enganchamos de una u otra forma a estas distintas posibilidades para comportarnos como adictos. Pero no tanto al nivel de las problemáticas individuales, sino al de los mecanismos de exclusión/inadecuación que son tan relevantes para los discursos y prácticas de las sociedades actuales.
Pues el hecho de que un porcentaje elevado de la población
se encuentre de una forma u otra enganchado produce un sentimiento masivo de inadecuación un tanto permanente, mismo que como pez que se muerde la cola es luego aprovechado para engancharnos otro tanto más en un nuevo crédito personal, en una plataforma de apuestas deportivas, sustancias, apps, etcétera etcétera.
Un poco como aquella imagen de Deleuze y Guattari en Capitalismo y esquizofrenia, donde imaginaban una sociedad donde cada quien contaría con una tarjeta de para transitar por las ciudades, que en ocasiones simplemente dejaría de funcionar y con ello tendríamos el denegado, el muy temido “not on the list”, para el que nuestras sociedades cada vez ofrecen mayores y más accesibles formas de trazar los límites de pertenencia/exclusión, un poco como si el mundo se estuviera convirtiendo en un gran y masivo centro de rehabilitación.