Los populistas no pueden gobernar calladamente, con la discreción que acostumbran quienes llevan las riendas del poder en un régimen parlamentario, sometidos éstos a una permanente fiscalización y obligados, por la naturaleza misma del sistema, a rendir cuentas en todo momento.
Hay vociferaciones y sabrosos desplantes en la tribuna de la asamblea, desde luego, pero al pueblo bueno se le deja en paz para que lleve las cosas de la vida a su aire, sin obligarlo a atender las representaciones que escenifican los políticos.
Eso, justo eso, es lo que no soportan en manera alguna los caudillos impregnados de trascendencia, individuos obsesionados en todo momento por el lugar que ocuparán en la historia y necesitados, por ello, de la atención de las masas, por no hablar de las adulaciones prodigadas por los cortesanos a su servicio.
“¿Qué hora es? — La que usted diga, Señor Presidente”.
Este diálogo circulaba, en mis tiempos, para ilustrar las omnímodas potestades del primer mandatario en una nación sometida a un opresor presidencialismo. Durante años enteros, los titulares de los diarios no pregonaban otra cosa que la frase, obligadamente célebre, que el supremo gobernante había proferido la víspera como si su pensamiento mereciera una natural reverencia y como si los ciudadanos requirieran de un gran timonel para orientar sus existencias.
Seis años duraba el imperio del susodicho, por fortuna y, llegado un nuevo mandamás, el destronado soberano debía renunciar a sus anteriores designios y, encima, paladear la muy amarga cicuta de la traición.
Pero los modos imperiales del sistema seguían porque el modelo priísta de la primera hora se alimentaba de la demagogia y su primordial razón de ser era el acaparamiento del poder. Poco a poco, a punta de crisis por aquí y por allá, y del espíritu modernizador de algunas personalidades, las cosas fueron cambiando. El mismo régimen abrió las puertas y asentó las bases para que tuviera lugar una muy pacífica y tersa transición democrática.
Hoy, al oficialismo lo volvemos a tener encima de nosotros, protagónico, omnipresente y avasallador. Y, lo peor: sus adalides no están despejando el paisaje de lo público sino cerrando aviesamente y de manera siniestra todos sus espacios.