Los delincuentes —los verdaderos enemigos de México y la encarnación misma del mal en el ensangrentado paisaje de este país— han traspasado un umbral en su acometida criminal.
Es una guerra, desde luego, así sea que los actuales encargados de la cosa pública no quieran siquiera insinuar que sus políticas de seguridad tengan alguna consonancia bélica.
Y, como en todo enfrentamiento, hay bajas de uno y otro lado. Los mexicanos hemos vivido, en los últimos tiempos, una realidad rebosante de lo que eufemísticamente suele decirse “daños colaterales” y que aquí, en los hechos, es simplemente la arremetida de los asesinos en contra de la población civil.
Una auténtica matazón de gente inocente —de mujeres, de comerciantes que se resistieron a la extorsión, de padres de familia secuestrados y ajusticiados a pesar de que se pagó el rescate, de viajeros acribillados en las carreteras, de emigrantes que cruzaban meramente el territorio nacional y, entre tantos otros, de jóvenes reclutados a la fuerza por las mafias— más allá de que mucha gente, para evadir la realidad del horror y creerse a salvo, asevere que se “matan entre ellos” nada más.
Y, sí, está la obviedad de que en las guerras participan de las fuerzas enfrentadas. Aquí, los sicarios de las distintas organizaciones criminales se enfrentan violentamente para conquistar territorios o para repeler incursiones: en el parte global de bajas figuran, además de los referidos civiles, los combatientes de los cárteles, enfrascados éstos, como están, en la ocupación de comarcas enteras para seguir cosechando sus oscuras rentas.
Finalmente, están los cuerpos de seguridad del Estado mexicano —el Ejército, ni más ni menos, acoplado por el régimen de la 4T a una Guardia Nacional oportunamente militarizada— y las diferentes policías, municipales y estatales, lastimosamente desprovistas de capacitación, equipamiento y recursos para hacerle frente al enemigo. Un adversario tan formidable, miren ustedes, que domina ya una tercera parte del territorio patrio. Justamente, en esta lucha, muchas veces desigual, también caen nuestros soldados y nuestros agentes policiacos.
Lo que no habíamos visto, sin embargo, es el asesinato de personas por el único hecho de trabajar en la Función Pública. El mensaje es escalofriante.