En su libro A Memoir —publicado en 1958— el filósofo estadunidense Norman Malcolm escribe que “a Wittgenstein le hacían mucha falta el calor humano y el afecto y apreciaba enormemente cualquier tipo de bondad. Sin embargo, una relación amistosa con él era extenuante”. A menudo regañaba a sus amigos, era suspicaz y desconfiado, y sus juicios podían ser muy severos y hasta impulsivos. No le gustaban “la vanidad, el fingimiento o la complacencia”. Al menos era coherente. En el proyecto inconcluso de su autobiografía da por sentado que al investigar su propia naturaleza descubrirá a alguien poco heroico; lo fundamental será no mentir acerca de su verdadero carácter ni sentirse perversamente orgulloso de él, sino aceptarlo: “el mundo con este quizás objeto feo, mi persona, en su centro”. Alrededor están los demás —cada quien centro de sí mismo— y Wittgenstein los acepta porque racionalmente es lo correcto.
Pero ni lo racional ni lo correcto son contagiosos o recíprocos. La mayor parte de la gente que conozco se tiene en alta estima, se considera de trato fácil y rara vez —yo diría casi nunca— ite que, si hubo alguna complicación, algún malentendido, fue por descuido suyo. Cuando se señala el posible error, la respuesta automática, instintiva suele ser: “no es cierto… lo que pasa es que eres muy susceptible y te molestas siempre y exageras y reaccionas”. Entonces la persona agraviada ofrece disculpas con tal de no perder ese lugar frágil y diminuto en el corazón ajeno, o se retira para cultivar el hermoso jardín de la soledad, tan pleno y colmado de luz que ahí puede reconocerse sin estorbos: ¡mírenme cómo sigo siendo yo! Y la moral concuerda con los sentimientos y se consigue una forma de paz gracias a que no se litiga ninguna injusticia. Ya entrada la noche, la quietud empieza a desmoronarse porque los vínculos de ese pacto social imaginario se hacen invisibles y en la cabeza se oyen sólo ruidos. ¿Quién lastimó a quién?
Malcolm cuenta que, durante la estancia de él y su esposa en Cambridge, Wittgenstein les pidió que cuidaran su pequeña planta floreciente mientras él se iba de viaje a Gales. Los Malcolm colocaron la planta junto al calentador y se olvidaron de ella. “Comenzó a languidecer y las hojas y las flores acabaron por caerse.” Se la regresaron marchita a Wittgenstein que se lo echó en cara a la esposa de Malcolm cuando se encontró con ella por casualidad en la calle. Sin saludarla le dijo “¡veo que no saben nada de plantas!” Ella quedó muy ofendida. Cuando la pareja y Wittgenstein se volvieron a reunir no se aludió al tema de ese reclamo grosero.
Si la anécdota fuera una parábola la enseñanza sería muy simple: el problema no es la negligencia o la maldad sino ponerlas sobre la mesa y quejarse. El tiempo y la buena educación lo curan todo. Otra planta quizás habría apaciguado a Wittgenstein, aunque sin cubrir el hueco definitivo de la planta muerta en la memoria donde el pasado existe sin que sea necesario demostrarlo.