Sociedad

Sublime en 2025: sobredosis de nostalgia

El gran éxito de Sublime, hasta la fecha, ha sido una autoexplotación post mortem

Mientras veía a Jakob Nowell entonar los primeros y crudos coros de “Date Rape” en medio de dos dálmatas gigantes sobre el jardín falso de un muelle en Redondo Beach, California, pensé: cómo me gusta Sublime chingada madre. Pero con Bradley, el padre de Jakob, quien ha heredado el cuerpo californiano, la vellosidad rubia tostada, la sonrisa traviesa y hasta ahí. Porque su voz se escuchaba frágil y huidiza frente a una audiencia dispersa a la que Sublime más o menos le daba lo mismo con todo y que era el nombre principal. La estrella que cerraba la noche del segundo día del Beach Life Festival, después de Cake y unos poderosísimos Pretenders. Por un momento pensé que el micrófono de Jakob estaba mal ecualizado. Quizás.

Era tan difícil concentrarse en la euforia del momento que empecé a distraerme con mis propios recuerdos, como cuando Sublime llegó a mi vida como alivio químico a un enculamiento que me puso al borde de un ataque de nervios a los veintitantos años. Cuando un homosexual sale del clóset cree que cualquier arrimón es una declaración de amor eterno. Qué pendejada. Supongo que es una respuesta natural a esos años que tuvimos que vivir nuestras atracciones en secreto. Es decir, que solemos enfrentar las desilusiones amorosas con desfase, sin los madrazos sentimentales de la secundaria o el bachillerato que te curten para la monotonía buga del futuro. También es cierto que no tardé mucho en agarrarle el gusto al sexo casual sin mucho sentimiento. El tipo en cuestión no era la gran cosa. Un bato alto que se peinaba con gel de un modo masculino que en ese entonces me derretía y le daba por usar trajes ajustados con Dr. Martens de ocho puntos. Eso era lo que más me la ponía dura. En ese tiempo las Martens eran un asunto de skaters, góticos y punks fashionistas. Las comprábamos porque duraban como mil moshpits. Este bato rentaba un cuarto por el metro Portales, donde nos dábamos encerrones escuchando a St. Etienne y Echobelly. Tenía un gusto musical interesante para ser el empleado de un partido político. A veces era imposible por la señora con la que compartía el departamento que entiendo era su tía que se la pasaba bebiendo Bacardí. Entonces nos citábamos en La Casita, el sex club sobre Viaducto cerca de Lázaro Cárdenas. Literalmente, una casa. Nuestro sitio preferido era lo que en algún tiempo debió ser la cocina. Aún conservaba la puerta plegadiza. Nunca fuimos novios ni nada de eso, pero besaba con hambre de hombre que le producía exceso de encimas salivales. Carajo, qué bien besaba. Besos que se sentían y sabían como jugosa rebanada de pastel de tres leches con sal. Cuando me citó en un miserable Sanborns de Calzada de Tlalpan supe que los encerrones y las rebanadas de pastel de tres leches habían llegado a su fin.

Tuve fantasías de romperle la cara. Desviarle el tabique de la nariz por lo menos. Sabía dónde vivía. A qué hora llegaba. No es que estuviera enamorado. Salvo St. Etienne y las Dr. Martens, el tipo no era tan especial. Solo quería un desperdicio de serotonina más. Entonces “Santeria” sonó en Radioactivo 98.5. Juré que Bradley me hablaba directamente a mí, a mi corazón destrozado y la botella de poppers aún con el plástico cubriendo el frasquito que guardaba para aquel momento especial. “Santeria” era una carta de despecho, franca derrota, venganza y lo que al parecer Bradley Nowell entendía por amor a ritmo de ska narcotizado por ecos de dub y pólvora. Un amor muy descolocado y a todas luces tóxico. Como mis sentimientos por el tipo de las Dr. Martens. Me compré el compacto en el Tower Records de Gran Sur, cerca del Estadio Azteca.

Mi ansiedad por el tipo aquel se diluyó como los restos de nitrato de amilo a punto de volverse vinagre. Pero terminé enganchado a Sublime para siempre. Aunque en ese momento ya habían pasado más de 12 meses desde que Bradley Nowell fue hallado muerto de sobredosis en una habitación del Ocean View Motel, a unas cuantas cuadras de la Costa del Pacífico, en lo que se conoce como el Outer Sunset, al oeste de San Francisco. Un trágico final que de alguna manera ya estaba predestinado en las canciones, donde Bradley siempre suena vigorosamente triste, con todas esas letras hablando de sentimientos pulsando bajo una masculinidad beligerante y sin poros que, en mi caso, me ayudaban a sortear los desamores de los hombres. Para nada soy fan del ska, pero en Sublime sonaba dosificadamente virtuoso, íntimo, con ese optimismo bronceado de Long Beach, California, por la que se cuelan capas de desgracia y muerte. Me gustaba en especial “The ballad of Johnny Butt” y “Caress me down” con sus rapeos machistas en español.

Desde que vivo en San Francisco, uno de mis pasatiempos es tomar el tren N del sistema Muni hasta la calle Judah, donde se encuentra el motel en el que murió Bradley, hoy renombrado como el Seascape Inn. Un paseo de turismo necrófilo que me pone a pensar en la vejez mientras me doy cuenta cómo los pesos pesados de la generación grunge y sus tentáculos pasaron a mejor vida antes de volverse profetas conformistas de su propia creación. Bradley Nowell, Kurt Cobain, Layne Stanley, Scott Weiland, Chris Cornell y hasta Amy Winehouse. Mientras que los sobrevivientes aguantan cansados, pero con insoportables deseos de seguir vigentes. Como el Beck, que anda de gira con el último y gastado recurso de tocar sus éxitos con orquesta filarmónica y hasta el mismo Paul Leary de los lunáticos Butthole Surfers, productor del gran álbum homónimo de Sublime, suena como abuelito persignado cuando recuerda su trabajo con Bradley.

El gran éxito de Sublime, hasta la fecha, ha sido una autoexplotación post mortem –desde el video de “Santeria”, donde Bradley resucitaba como un fantasma holográfico apareciéndose entre los instrumentos– hasta esa noche en Redondo Beach, donde su hijo, Jakob, intentaba recrear el desmadre de lucidez extrema y suicida de su padre. Pero las canciones se sentían huecas. Era como el escenario de un karaoke gigante con un fanático de Sublime cantando nervioso. Lo que me parece un efecto lógico, pues Jakob apenas si conoció a su padre. Tenía meses de nacido cuando Bradley falleció de sobredosis. Quizás por lo mismo el concierto se vivía como algo impostado cuando no tentadoramente oportunista. Un negocio de sobredosis de nostalgia para seguir extrayendo dinero de ancianos como nosotros que nos aferramos al pasado como una obligación innecesaria.

Por eso me quedé hasta el final del concierto.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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