El país de los retobos

Un pujido o una maldición ayudan a transmitir nuestra inconformidad. A. López
Un pujido o una maldición ayudan a transmitir nuestra inconformidad. A. López

Cuando a los mexicanos se nos anuncia un cambio repentino, se nos informa de una disposición o se nos recrimina por cualquier motivo, lo primero que hacemos es retobar. El verbo, de hecho, es un mexicanismo. Habla de la renuencia general a que nos digan lo que tenemos que hacer, y hasta se atrevan a indicarnos cómo. Todo a través de un gesto, una queja, un berrinche, un pujido inconforme o una maldición, lo que sea que ayude a transmitir nuestra inconformidad.

Retobo, por supuesto, desde niño. Que era como apelar, así fuera por mera formalidad, contra toda instrucción, sugerencia o alerta de mis mayores, en la vana esperanza de que recularían. Y porque lo contrario –obedecer al tiro, cumplir sin rechistar– equivalía a doblarse demasiado fácil, y aquí nos satisface complicar las cosas. Que no se crean que estamos a sus órdenes (por más que lo digamos: pura zalamería), ni nos den por sentados, agachados o empinados.

No hace falta siquiera que la razón te asista. Como acto soberano e impetuoso, el retobo se precia de ser tan subjetivo y arbitrario como una comezón. Retoba uno delante del uniformado que quiere enjaretarle una infracción, y él a su vez retoba de oírle retobar, porque al final el juego es que ninguno se muestre del todo satisfecho con el procedimiento de rigor y acaben negociando algún arreglo libre de retobos.

Claro que a veces el retobo no cabe, y afortunadamente para eso están las jetas. Unas intencionales y otras automáticas, las jetas nos compensan por la paciencia que hemos de exhibir sin dejar escapar el mínimo retobo, y en una de estas nos hacen más dignos a los ojos de terceras personas: testigos indeseables de nuestra sumisión. Paga uno caro a veces por la jeta, pero son lujos que le place darse, y de los que más tarde se enorgullecerá delante del espejo.

“¡No seas acomplejado!”, se le dice al eterno retobón, como si fuera cosa de quítame estas pajas. O como si no hubiese sido criado con esas sobredosis de nacionalismo que delatan complejos épicos y congénitos. Por lo demás, cuando algo sale mal, siempre es reconfortante hacer constar que retobaste a tiempo. Nada solaza tanto al retobón como ver fracasar las mejores ideas y hacer alarde entonces de que “estamos en México”.

La forma más segura de hacerse popular en mi país consiste en retobar a toda hora y por cualquier motivo. Por lo advertido en las recientes elecciones, los paisanos se sienten representados siempre que el presidente retoba con vehemencia. O sea todos los días, de lunes a viernes y sin apenas pausa, entre dos y tres horas corridas. ¿Qué compatriota no quisiera para sí la libertad de retobar a gritos —sin razón ni medida, diría la canción— ante una multitud de retobones?

Una cosa es que las cosas sean como son, y otra muy diferente que así las aceptemos. Ya en los tiempos de Juárez, esa idea tajante de aplicarte “la ley a secas” sonaba a ensañamiento revanchista. No respetamos a los policías porque tampoco ellos creen gran cosa en la ley, y menos aún a secas, de manera que al cabo suplantamos la aplicación por la lubricación. Si hemos de someternos al poder, que cuando menos sea en zona VIP. Si no, pues para qué tanto retobo.

No nos gusta decir que somos muy felices, ni que nos va excelente, ni que esperamos un futuro brillante, acaso porque suena a fanfarronería. O por superstición, o por miedo a la envidia, o porque finalmente es más seguro declararse dichoso insatisfecho. “Good for you!”, exclama el gringo, con alegría palpable, mientras el mexicano difícilmente elude el amargo retobo implícito en la frase “me da gusto por ti…”. ¿Será que nada más somos felices retobando de todo, y las más de las veces para nada? ¿Y no es verdad al fin que esta columna la escribí nada más por retobar?


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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