Kurt Vonnegut se divirtió como enano con su máximo alter ego porque nunca le concedió el espacio principal. Ese otro yo no tomaba decisiones en el relato, no predicaba certezas filosóficas o lecciones de vida ni fue del todo importante en el encadenamiento de risibles peripecias con que subyugaba a sus extraños personajes.
Kilgore Trout era el nombre de ese doble. Y como otros escritores que no solo inventan escritores sino que los usan de coartada para participar en la ficción, digamos el Henry Chinaski de Bukowski o el William Lee de Burroughs o el Sal Paradise de Kerouac y un largo etcétera, Vonnegut se proyectó en Trout por lo que él mismo pudo ser si su prosa e imaginación no hubiera hallado otra perspectiva aunque, de algún modo, el alter ego influyó en los dramas del elenco y era una figura célebre, decisiva, sin saberlo.
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En sus inicios, Vonnegut aspiró a escribir ciencia ficción. Su entrenamiento literario fueron los pulp, le encantaban los cuentos futuristas, la distopía de otro mundo que en realidad era el mundo verdadero, supuestamente el tal Kilgore Trout fue un trasunto de Theodore Sturgeon, el prolífico autor de la narrativa fantástica estadunidense del siglo XX, pero me parece que en realidad era una versión deforme, mejor dicho, deformada, de Isaac Asimov, su amigo entrañable.
Trout aparece en Matadero Cinco (1969). Es el autor favorito de Billy Pilgrim, el viajero en el tiempo de su propio tiempo, el malogrado héroe de la Segunda Guerra Mundial que se traslada de la niñez a la ancianidad, de la juventud a la pubertad y vuelta a la edad adulta, que sobrevive al bombardeo de Dresde en el sótano del rastro en que los nazis lo pusieron a empacar bisteces. Billy Pilgrim, en suma, nació de la propia experiencia de Vonnegut en el campo de batalla.
Quizá es por eso que leer a Kilgore Trout, inventor del planeta Tralfamadore cuyo gobierno es una sátira extrema de las istraciones de Roosevelt y de Truman, es el consuelo permanente de Billy Pilgrim. La inventiva intensa, desbordada e incansable de Trout lo hipnotiza de tal modo, que está de acuerdo con lo que le contaron en las trincheras: que era tan inteligente, visionario, que merecía convertirse en Presidente de Estados Unidos.
En Desayuno de campeones (1973), Vonnegut resucita a Kilgore Trout y ensancha su biografía. Ahí aparece el millonario Eliot Rosewater, su fan número uno, el que aseguraba que Trout debía ocupar la Casa Blanca, y para honrarlo organiza un festival literario en un pueblucho remoto llamado Midland City, donde recibirá el Premio al Mayor Novelista Vivo de Norteamérica. Lo que ocurre ahí es tan truculento, delirante, la marca propia del universo Vonnegut.
Sin embargo, ¿quién era realmente Kilgore Trout? El autor de decenas de novelas y relatos que solo publicaron revistas de desnudos, fanzines de baja estofa que se vendían en Sex Shops para barnizar la pornografía. Un tipo pobre, cochambroso, cuya única compañía era un perico llamado Bill (¿guiño de Billy Pilgrim de Matadero Cinco?) y que ignoraba que sus textos eran puro relleno entre las fotos de pechos, traseros y vulvas abiertas (Vonnegut es particularmente explícito en ese detalle en Desayuno de campeones), pues tampoco había recibido un centavo por sus colaboraciones.
Y no obstante, como creador de galaxias y planetas, como mentor de una generación ávida de fantasía y sobrada de desastre, Trout se erige como experto en salud mental de una sociedad hundida hasta las rodillas en la superficialidad y la ignorancia.
Tralfamadore es el escenario de Hocus Pocus (1997). Y en Cronomoto, su última novela, es, en apariencia, el personaje principal, pero ese libro es más autobiográfico que de fantasía, por lo que el alter ego, decíamos al principio, nunca fue un protagonista sino un satélite. Vonnegut nunca estuvo satisfecho de Cronomoto. Quizá porque en el fondo sabía que traicionó a su otro yo.
AQ