El tiempo transcurre en formato cinematográfico: la historiadora y crítica del arte Teresa del Conde arriba a Maresfield Gardens 20 en el área de Hampstead, en Londres, donde se encuentra el Museo Freud, lugar que fuera la última casa del fundador del psicoanálisis tras abandonar Viena en 1938. En plano secuencia fechado en el año 1979 Del Conde entra al museo y se dirige a la biblioteca ubicada en la planta baja del inmueble y dispuesta tal como la dejó don Sigmund al fallecer; avanza a ritmo lento pasando las puntas de los dedos por los lomos de los libros. Sale de la biblioteca y entra a la sala donde se encuentra la numerosa colección de piezas arqueológicas que Freud había reunido desde 1896.
Aparece Paula Fichtl, quien fuera ama de llaves de los Freud desde 1929. Fichtl guía a Del Conde en su recorrido. En determinados momentos con un asentimiento de ojos le otorga el permiso para palpar algunas piezas a la vez que le informa sobre la perspectiva que Freud adoptaba al observarlas, y que Del Conde emula enseguida. Tras un lapso de más de dos horas, la historiadora del arte saca de uno de los bolsillos de su amplia gabardina amarillo Turner una pequeña libreta y un bolígrafo y empieza a hacer anotaciones, mismas que muchos años después habrán de formar parte del itinerario de investigación que durante largo periodo siguió para construir su formidable Freud y la psicología del arte (2006), publicado como primer planteamiento en 1994 con el título Las ideas estéticas de Freud.
La escena en plano secuencia de la visita de Del Conde al Museo Freud se congela, en zoom el rostro de la historiadora en actitud de vista a ninguna parte y reminiscencia en su cabellera de fijación de rulos con laca sesentera, y pasa a una transición fílmica hasta un día del mes de agosto del año 2006:
—Creí verte hoy en la mañana caminando por la calle de Sonora, ibas enfundada en una gabardina amarillo Turner y traías puestas unas gafas a lo Jackie Onassis —fue el mensaje que envié telepáticamente a Del Conde.
Recibí su respuesta de inmediato en mi pensamiento:
—No era yo. Seguramente se trató de una proyección que materializaste en otra transeúnte del personaje que estás pergeñando para uno de tus cuentos y que sé está inspirado en mí.
Y efectivamente, yo había delineado (y se lo había comunicado a ella) un personaje a partir de su figura: historiadora y crítica del arte, erudita doctorada, pero sobre todo a partir de sus rasgos de carácter no exento de claroscuros.
Además de una muy nutrida correspondencia por correo electrónico, de pláticas constantes por vía telefónica y algunos encuentros personales en mi estudio de pintor, desde un año antes (2005) la doctora y yo habíamos acordado practicar la telepatía, hasta donde pudiéramos desde cierto (e ilusorio) nivel consciente. Como resultado final, el personaje que pergeñé inspirado en su figura y carácter aparece con su nombre y con la encomienda de servir de desenlace en una de las historias que conforman mi libro de relatos Traición a domicilio. En esa historia la doctora del Conde se convierte en detective perseguidora del enigmático grupo de artistas plásticos llamado la Tumba Oscura.
Nuestro acuerdo respecto a la telepatía duró largo tiempo, y cesó alrededor de 2015, dos años antes de su fallecimiento.
Discípula del jeque de la historia del arte Ernst Gombrich, Teresa del Conde personificó de modo vitalista el ejercicio de la crítica, la investigación, asimismo el funcionarato cultural a lo largo de varias décadas del arte en México. Para hacer potable el difícil lenguaje con que se abordan los fenómenos artísticos desde el intelecto instruido y labrado en la academia Teresa eligió la vía del psicoanálisis y abrevó de las ideas estéticas de Sigmund Freud; aunque siempre tuvo a bien esclarecer que su mirada sobre lo artístico, dígase objetos, obras y espíritu de sus practicantes, se regía mayormente por su formación como historiadora.
¿Consiguió hacer potable realmente un lenguaje cifrado de origen? A veces sí; otras quizá no. De lo que no resta duda es que profesó la virtud epistémica y supo conciliar en sabio bordado las distintas aportaciones de una y otras disciplinas en sus cometidos de articulación intelectual. Que fue una mujer de ideas, vaya que lo fue; para muestra un botón, extraído precisamente de su Freud y la psicología del arte, en un apartado en donde aborda la relación entre enfermedad y arte:
La enfermedad en sí no crea nada, y cuando alcanza grados climáticos aniquila la creatividad. Pero la incursión expedita de los recursos del inconsciente en el sistema de la percepción sí suele aliarse con el talento artístico y con los intensos brotes creativos.
No arriesgo decir que Del Conde acertó del todo al intentar cubrir boquetes en el corpus del pensamiento del alguna vez habitante de Bergasse 19 en Viena, pero de que glosó perspectiva, aportó una propia y tersó la dureza advertida en la obra del psicoanalista Freud sí lo hizo.
De muy notoria elegancia en sus maneras y de sonrisa suspicaz y sagaz, Del Conde destacó por su habilidad en la controversia; a veces surgida de su constante actualización del conocimiento. Un ejemplo de ello: al reconocimiento académico y público de haber sido la autora del concepto Generación de la Ruptura para nombrar a los pintores mexicanos que en los 50 empezaron a abrir brecha a espaldas de la ya en aquel entonces anquilosada Escuela Mexicana de Pintura, Del Conde se corregiría muchos años después renombrando a la aludida generación como Generación de la Apertura.
Fue también en el año 2006 que me envió un mensaje por correo electrónico: “en la reedición de mi libro sobre las ideas de Freud he incluido una anécdota sobre la última visita que hice a tu estudio, hago alusión a tu obra en relación al arte que se rige por lo prohibitivo”.
Inmediatamente después de leer el mensaje escrito, recibo uno más vía telepática: “pero no puse tu nombre”.
Respondo a su mensaje por correo electrónico: “Teresa, ¿por qué omitiste mi nombre?” Responde por esa misma vía un día después: “Porque no quiero que se llegue a encasillar tu obra como una expresión de lo prohibitivo”.
Le respondo con otro mensaje electrónico: “Pero bien que dijiste, anteponiendo mi nombre, que yo era antes que nada un pintor abstracto. Y yo, te lo he sugerido, no estoy de acuerdo con esa etiqueta”.
No respondió ni hizo alusión a mi comentario en ninguna otra de nuestras charlas posteriores.
No podría yo decir qué era más preponderante en Teresa del Conde: su pasión orgásmica por el arte o su pasión por el arte desde el ojo psicopatológico o psicológico. Su incorporación del materialismo histórico en sus análisis y opiniones fungieron un papel complementario pero nunca excluyente. Lo cierto es que casaban muy bien lo uno y lo otro, esto y aquello en confluencia definitoria:
1. Veo la pintura en pos de una experiencia visual orgásmica.
2. Basta que un artista proponga tal o cual objeto o composición como arte para que entre en la posibilidad de análisis estético por parte de la crítica.
3. Si un artista padece vértigo se trata entonces de vértigo paroxístico postural, surgido tras el intento de explicación racional del creador a su proceso de hechuras compositivas.
4. El artista debe hacer lo posible por sobrellevar su timidez y fomentar lo outgoing y lo performativo.
5. El arte recala siempre en las superficies y la pintura en general tiene dosis decorativa.
6. Los críticos de arte deben inaugurar los bailes en una fiesta o reunión, aunque sean un palo.
Sin que implique detrimento de su labor intelectual, ostento recuerdos más nutritivos y divertidos de cuando a Del Conde se le abordaba al margen del lenguaje cifrado del arte de la crítica. Gustaba mucho del chisme, diría yo incluso que lo gozaba a un grado exultante.
Una vez le comenté y pregunté: —Teresa, Carlos Monsiváis me dijo hace años que ya siendo él un cuarentón tuvo un affaire con una mujer, con una intelectual; me dijo Monsiváis que fue una experiencia que le corroboró su desinterés sexual por las mujeres. ¿Fue contigo?
—No fue conmigo que Monsiváis tuvo esa experiencia —me respondió—. Yo por quien profesé gusto fue por José Antonio Alcaraz a pesar de que yo sabía que él era gay.
En otra ocasión le pregunté:
—Teresa, ¿por qué crees que alguien termina nadando o hundiéndose en la locura?
Me respondió:
—Son muchos los motivos y diferenciables entre unos y otros casos. Pero hay una circunstancia común a todos: se arriba a la locura porque se pierde, o se atrofia o se renuncia a la capacidad de la reflexión. El pensamiento al que no se le detiene para que flexione correrá como un incendio y terminará haciendo “hervir la cabeza”.
Conocí a la doctora Teresa del Conde cuando yo era un jovenzuelo que aún no alcanzaba los 18 años (ella, tan dada a incorporar anglicismos a su lenguaje oral me corregiría y diría: cuando eras un brat). Tendría yo 16 años cuando Carlos Monsiváis me pidió acompañarlo a una cena a la que había sido invitado precisamente a la casa de Del Conde. Recuerdo la reunión como un encuentro un tanto frío al que además de nosotros había asistido una pareja de pintores varones cuyos nombre he olvidado por completo. La batuta en la voz la llevaron, por supuesto, Monsiváis y Del Conde. Ella sugiriéndole a él hablar con quién sabe que funcionarios culturales para menguar dificultades sobre la gestión de quién sabe qué exposición en ciernes que estaría a su cargo. Él, eludiendo sus peticiones y hablando siempre de los “demás” en tono de guasa.
No volví a verla sino veinte años después, siendo yo un pintor emergente, y a partir de un reencuentro y germen de relación fomentada por Braulio Peralta.
Recuerdo un tanto entre neblinas su primera visita a mi estudio de pintor, que era a la vez mi casa. De entrada me preguntó “¿dónde pintas?” Le respondí: “en la cocina”. Recorrió detenidamente con la vista las pinturas de mediano y pequeño formato que yo había recargado en las paredes de la pequeña sala. En ese lapso, fumó seis cigarros. Antes de encender el último me dijo: “tienes aquí catorce cuadros. Ocho son buenos; los otros no. No deberías añadir arenas o cenizas a las pinturas sin aplicarles sellador de inmediato. Tampoco tienes por qué reñir tanto contigo mismo cuando identificas en alguna de tus pinturas un exceso artificioso”. Y remató: “eres abstracto”.
Tras aquella visita, me envió correo electrónico para proponerme iniciar correspondencia por escrito por ese medio, al margen de otras visitas suyas para ver nuevos cuadros o de conversaciones telefónicas.
Al año de aquel encuentro Teresa me sugiere a ejercer la telepatía entre nosotros.
Transcurren varios años en que nuestra comunicación se ha adscrito más a correspondencia electrónica. Me llama un día para preguntarme cómo he estado y para platicarme de un asunto de polémica pasada que se le ha vuelto a activar con el pintor Arturo Rivera.
He estado bien, le digo. Creí que ya no querías que practicáramos la telepatía —Se ríe—. He tenido tres exposiciones más, a las que te he enviado invitación.
No dice nada.
Raquel Tibol sí ha ido a todas las exposiciones mías. Ha ido a más de las que tú has ido —le digo.
Y responde con un dejo de leve irritación: ella ha ido a más, pero yo he escrito más sobre tu obra. Y no he dejado de responder a tus cartas.
Me callo.
En años subsiguientes nuestras pláticas telefónicas o presenciales giran sobre temas específicos: ha pasado herramienta psicoanalítica a la figura de Gian Giacomo Caprotti, llamado también Salai (el Satán o pequeño Diablo), y quien fuera acompañante de Leonardo da Vinci durante 25 años, y me platica al respecto en una visita que me hace a mi estudio.
A finales del 2008 me habla para preguntarme qué pienso sobre la obra Cantos cívicos de Miguel Ventura expuesta en el MUAC. Le respondo: “magnificente”. Contesta: “estamos de acuerdo”.
En 2011 acordamos hacer cada quien por su lado una lista de casos de pintores y escritores catalogados como “locos”. La revisamos y concluye: “casi elaboramos un vademécum”.
En 2013 le envío con un mensajero un obsequio: una pintura a la que titulé “La carta”. Me habla para agradecerme, y agrega: la persona con quien me enviaste el cuadro padece de ataques de pánico, tuvo uno aquí en mi casa, le pedí se sentara y relajara, lo hizo, cerró los ojos y con la energía mental del ataque de pánico empezó a fundir los focos de la sala.
Una de las últimas ocasiones en que hablamos por teléfono, 2015 quizá, fue cuando me comuniqué con ella para platicarle de mi conmoción al descubrir que el portero del edificio donde yo vivía en aquel entonces acostumbraba desayunar una lata de chiles jalapeños acompañándolos con un termo de café. “Estoy de veras preocupado”, le comenté. Me respondió: “¿Y a ti qué?” Más tarde ese día me manda mensaje telepático: “Deja que sea su estómago el que le diga sus verdades al portero”.
Sé que resintió hondamente el fallecimiento de su colega y gran amigo el historiador Jorge Alberto Manrique, el 2 de noviembre de 2016.
Teresa del Conde murió el 16 de febrero de 2017.
AQ