Cultura

Los ultraconservadores. Una imagen antigua

Bichos y parientes

En una ciudad perdida del Mar Negro, Dion de Prusa encontró a unos hombres que imitaban los gestos, las palabras y las costumbres de la Grecia clásica, sin saber que todo eso era ya ruina.

De Olbia quedan unas pocas ruinas sin mayor interés. Fue una ciudad importante del extremo más lejano, al Norte, de la Grecia clásica, en esa región que Eurípides llama Táuride (o Tauris, o Táurica…) y que ahora llamamos Crimea. Zona golpeada por la historia, que debiera ser Ucrania, pero injustamente es parte de esa Rusia putinista, vergonzosamente defendida por grupos de ultraconservadores.

Yo la hallo en un libro que decidí explorar de nuevo, porque desde la primera lectura me cautivó: El Mar Negro, cuna de la civilización y la barbarie, de Neal Ascherson (Tusquets, Barcelona, 2001). Con aquella región del río Dniéper y particularmente con Olbia, la Grecia de los siglos VII a III a. C tuvo una importante actividad de intercambio comercial, además de dejar una muy intensa impronta cultural. Olbia se sentía profundamente griega, y griega del modo esplendoroso: Platón, Homero, los trágicos; el diseño de las ciudades, los portales, plazas públicas, templos... Pero en el siglo III a. C, la dinámica del helenismo cambió el juego. Los barcos griegos habían dejado de ser empresas privadas, asociadas a la ciudad, y se asimilaron en una armada imperial, más poderosa, pero mucho menos dinámica. El estrecho del Bósforo, que es la sínfisis púbica del Mundo, siguió siendo de capital importancia, pero la región Norte del Mar Negro fue olvidada por sus civilizadores griegos y romanos. Para el año 95, quedaba apenas un comercio secundario y Olbia “era una ciudad fantasma, habitada por fantasmas”.

Pero hasta allá fue a dar Dion de Prusa, o Dion Crisóstomo, y ni siquiera conoce el nombre clásico de Olbia. La llama Borístenes, nombre griego del río Dniéper, y por eso su discurso, (el XXXVI en el catálogo de sus obras) se llama “Boristénico”. Allá, Dion “se vio pronto en una curvatura del tiempo. Los olbios estaban decididos a impresionarle con su helenismo, pero la versión del helenismo a la que se aferraban era totalmente arcaica y anticuada”, dice Ascherson. Dicho de otro modo, Dion fue a dar con la mejor estampa del ultraconservadurismo.

Le tomó un poco de tiempo entender que se hallaba frente a unos griegos clásicos, que no se parecían ya en nada a los griegos clásicos, excepto en todo. Es decir: parecían Platón o Alcibíades, pero no se parecían en nada ni a Platón ni a Alcibíades. Sabían de memoria partes de Homero y fragmentos de diálogos platónicos, pero hablaban un griego espantoso, lleno de torpezas y ripios anticuados, mucho de erudición cacariza y ninguna filosofía. Insistían en escuchar mientras caminaban, al modo peripatético, a este nuevo filósofo rarito y poco respetuoso de la tradición, pero al fin venido de la Grecia, del centro mismo, de donde cuenta; pero eran tantos que ni oían bien ni podían entender. Dion, que observa que se ha desplegado el estandarte de alarma por la presencia de los sármatas y quiere hallar alguna protección, les propone otro recurso “clásico”. Van entonces al portal frente al templo de Zeus, donde puede hablarles de “la bella polis”.

Dos cosas sorprenden a Dion: entre aquellos exóticos helénicos había uno rasurado y vestido del modo usual en todo el mundo helénico, pero era maltratado por los demás: “lo hacía por adular a los romanos y por demostrar su amistad con ellos”. La otra sorpresa era la presencia notable de un joven agraciado, de nombre Calístrato; vestía pantalones y atuendo bárbaro, pero se enorgullecía de saberse su Homero, mal pronunciado, y observaba las costumbres que él y sus compatriotas creían totalmente helénicas: se cubría los brazos antes de hablar, utilizaba siempre el artículo antes de los sustantivos, llevaba melena y presumía su homosexualidad. “Con dieciocho años, era ya famoso en la ciudad por su valentía en la batalla, por su interés en la filosofía y por su belleza, y ‘tenía muchos enamorados’”. Dion acabó por entender que estaba ante dos persistencias históricas: una, que practicaban la homosexualidad como señal de “la pervivencia de un asombroso resto de una época ya pasada”. Dos, que los olbios, como elección moral, todavía conservaban las barbas largas. Y así entendió por qué, al principio, lo despreciaron: era un falso griego porque no era homosexual, ni usaba barbas.

Esos ultraconservadores, como los de hoy, no sabían siquiera que su mundo griego ya no existía, ni era posible reconstruirlo. Y no iban a cambiar de opinión, porque, al fin, como dice Ascherson, Dion “era un comerciante griego cuya mercancía era el helenismo”.

AQ

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