La historia es cíclica y pendular y sus giros y oscilaciones parecieran ser todo el tiempo nuevos. Fortuna guía el derrotero accidentado de los acontecimientos sin que detrás de cada tumbo haya un plan remotamente justificable. En el mejor de los casos nada hay más ficticio que la memoria y en el peor, ni siquiera existe.
Las recientes elecciones locales en Inglaterra confirman la enorme capacidad de la extrema derecha para mantener la espada de Damocles pendiendo sobre la cabeza de cada primer ministro desde que Cameron cedió a la presión populista y convocara al referéndum que decidió la salida del Reino Unido de la Unión Europea. El temor a perder el poder condujo a Cameron a perder Europa. Ese es su legado, un error que lo inscribe, junto con Anthony Eden, quien perdió Suez, en el registro ingrato de la historia. Presionado por Farage y sus hordas nacionalistas, Cameron abandonó el número 10 de Downing Street en medio del oprobio.
Desde entonces los primeros ministros que siguieron, desde Theresa May, pasando por Boris Johnson (otro promotor de Brexit), Rishi Zunak y la efímera Liz Truss (famosa porque provocó una crisis financiera y dura en el puesto menos de lo que dura una lechuga en el estante del supermercado), hasta el repudio del Partido Conservador que dirigió a Keir Starmer al número 10, ningún primer ministro ha sido capaz de gobernar independientemente del chantaje de Farage y menos de la amenaza que representa para los dos partidos tradicionales.
Farage: incompetencia del laborismo
Starmer no es la excepción, consciente como está de la impopularidad de su mandato. Habiendo prometido no subir los impuestos, lo primero que sucedió fue lo contrario. Habiendo ofrecido controlar la inflación, continúa diezmando los recursos de los menos favorecidos. Habiendo prometido solucionar la crisis de la salud pública, las colas siguen aumentando ante instituciones en bancarrota, inadecuadas e insuficientes para atender a la población. El transporte, la vivienda y la educación se suman al rosario de problemas pendientes que Farage usa para mostrar la incompetencia del laborismo.
Asustado porque la economía no se comporta como sería deseable, Starmer ha seguido los pasos de sus predecesores y después del éxito electoral de Reform UK, el partido de Farage que aglutina a la turba populista, ha decidido que lo mejor que puede hacer es rechazar enérgicamente a los inmigrantes. La alarma no sólo se debe a las pateras que no dejan de arribar a las escarpadas costas de Albión sino que también obedecen a la presencia de cualquier inmigrante, incluso de los que llegan por avión para estudiar o de quienes podrían contribuir a la economía nacional.
“Inglaterra —dice Starmer como muñeco de ventrílocuo— se está volviendo una isla irreconocible”.
Con esta declaración se une al coro que lamenta la invasión que desfigura el alma nacional, blanca, por favor.
“¿Y de dónde vamos a sacar quien cuide a los viejos ya los enfermos?”, pregunta una ciudadana en la calle.
Los aborígenes no aspiran a servir mesas, limpiar casas, repartir mercancías y comida, atender casas de reposo ni en general aceptar ningún empleo cuyo salario no merezca la pena como para renunciar a la seguridad social.
Otros aborígenes ingleses se encuentran discapacitados desde el gran confinamiento que los dejaron aturdidos y atribulados. No es que haya desempleo sino falta de trabajadores. Como otros países, Inglaterra y Europa en general han confiado desde siempre en quienes, debido a condiciones de existencia miserables o a la violencia de la guerra, deben abandonar sus países y arriesgar la vida para sobrevivir. Gracias a su infortunio muchos empresarios aumentan sus ganancias porque se ahorran salarios mínimos, prestaciones sociales, vacaciones, seguros de salud, ciertos de contar con la laxitud de las autoridades y con la oferta ilegal, barata e inmediatamente reemplazable de trabajadores que carecen de los derechos más elementales.
Contra los migrantes
'Una isla de extraños sin nada en común', dice Starmer ante la prensa reunida para tomar nota de su resolución que recuerda la cantaleta de Farage desde que fundó su primer partido.
Según el primer ministro, los conservadores han posibilitado una contradicción que consiste en mantener la frontera abierta y al mismo tiempo exigir su control.
“Ese experimento se acabó”, afirma Sir Keir prometiendo que cada año descontará por lo menos 100 mil inmigrantes.
Para 2029 habrá 300 mil menos. Además quienes pretendan permanecer habrán de presentar un examen de inglés y permanecer legalmente por lo menos 10 años antes de lograr la residencia. Para lograr esta meta será necesario revisar las leyes de derechos humanos que amparan la reunión de familias, contar con un título profesional y la obligación de capacitar a la población oriunda. Las visas estudiantiles se limitarán a 18 meses y las universidades deberán pagar el 6 por ciento de las ganancias para apoyar a estudiantes nacionales. En cuanto a quienes empleen trabajadores extranjeros, se les cobrará el 32 por ciento de impuestos.
“La creencia de que la inmigración ayuda al crecimiento es un mito. Casi un millón de inmigrantes itidos por el gobierno conservador no solucionó el estancamiento económico”, manifestó Starmer.
Haciéndose eco del reclamo de Brexit, Starmer aseguró que su gobierno controlará las fronteras. Definitivamente el primer ministro laborista hizo su campaña en poesía para gobernar en prosa, apartándose de los valores que se asocian con un partido liberal, abierto al flujo de trabajadores en una economía de mercados abiertos.
Estas, aduce el gobierno, no sólo alentarán la incorporación de los aborígenes al mercado laboral sino que protegerán a los trabajadores extranjeros al exigirles medidas que demuestren su conocimiento de la lengua de Shakespeare. O aprenden los sonetos, tienen un post doctorado en biología molecular y recursos en una cuenta bancaria o ni siquiera serán considerados. Por supuesto la distinción entre inmigrante económico y refugiados es impronunciable. De lo que no se puede hablar, mejor es callar.
Starmer y el riesgo de repetir la historia
“Un costal de sobados lugares comunes”, califica el plan un político conservador, que sabe lo que dice porque su partido se desgañitó 15 años repitiendo lo mismo. Tres ministros conservadores propusieron una solución brillante pero muy costosa para el erario público. Consistió en detener a los inmigrantes ilegales en un campo y deportarlos a Ruanda en aviones fletados para transportarlos. Según ellos ese país, aunque notorio por los abusos de los derechos humanos, era el sitio ideal para tramitar las solicitudes.
Care England advirtió al gobierno que estas medidas agravarán la crisis en el sector Salud, que depende parcialmente de los trabajadores extranjeros. Starmer queda así entre la espada y la pared: o compite con la extrema derecha en la guerra contra los inmigrantes o satisface la imperiosa necesidad de paliar la crisis de la salud pública.
Recuperar el control sobre el sistema de inmigración es un anhelo que recuerda incluso en el lenguaje el empleado de Farage. Con ello Labor abandona la creencia de que la inmigración es un factor positivo para el crecimiento económico. Su posición actual es similar a la de Farage cuando hace una década señalaba precisamente que Inglaterra se estaba volviendo un lugar extraño en el que el inglés había dejado de ser el idioma nacional. Pero lo que se criticaba en Farage ahora parece legítimo en boca de Starmer, quien se ofrece como paladín de una nación integrada mediante el lenguaje y los valores compartidos. Acosado por Farage, como lo fueron Cameron, May, Johnson y Zunak (Truss estaba fuera de sus cabales), Starmer corre el riesgo de repetir la historia que condujo al Reino Unido a la debacle llamada Brexit y la insurgencia del populismo nacionalista que amenaza bloquear el proceso de recuperación que muchos todavía esperan del gobierno laborista.