El año 2023 será “muy difícil”, según las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI). El motivo de fondo es la desaceleración de los principales motores económicos a nivel mundial: Estados Unidos, China y Europa se encuentran en momentos de debilidad en el contexto de la recuperación de los efectos de la pandemia de covid-19. Esto implica que sus economías no crecerán lo suficiente o incluso pueden sufrir contracciones, con lo cual el efecto se contagiará a las demás economías que dependen en forma directa o indirecta de lo que hagan las grandes potencias. Para América Latina y en particular para México no hay gran novedad en la advertencia de un año difícil: nuestras economías siempre parten de la desventaja y la crisis.
En el contexto complicado que nos toca, un reto de siempre es el de empleo: aunque en el mes de noviembre del año pasado se alcanzó la cifra de un millón de puestos generados, la cuestión de fondo se encuentra en la calidad del trabajo. El 55 por ciento de los empleos en el mercado laboral mexicano se encuentran en la informalidad, lo que significa que los trabajadores enfrentan cotidianamente condiciones de vulnerabilidad: carecen de prestaciones, de seguro, de estabilidad y sobre todo viven en una incertidumbre que les limita cualquier forma de proyección en el tiempo.
Cuando se trabaja en la informalidad no sólo se carece de alguna prestación sino que la precariedad laboral -ya bastante arraigada en América Latina- se profundiza. Hay millones de trabajadores cuyos salarios dependen de eventualidades, sus ingresos siempre están condicionados y no tienen la certeza de que con el paso del tiempo mantendrán su mismo empleo. Bajo esas condiciones de precariedad no se puede proyectar o emprender, es complicado conseguir financiamiento o invertir. Una casa, un proyecto, un automóvil o alguna inversión para mejorar la calidad de vida se vuelven una empresa demasiado costosa y lejana.
Mejorar las condiciones del mercado laboral es uno de los grandes retos para las economías latinoamericanas. No basta con presentar indicadores periódicos de la cantidad de nuevos puestos sino de ver qué tanta calidad tienen y cómo se traducen las oportunidades en una mejoría real para las personas: si con lo que ganan pueden cubrir los costos de la educación, la salud, la vivienda y, en general, de una mejor calidad de vida. Los datos de México son una muestra de la ecuación que hay que revertir: los mexicanos son los que más horas trabajan dentro de los países que conforman la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) pero cuatro de cada diez trabajadores no ganan lo suficiente para solventar los gastos de la canasta básica.
Generar empleos no es suficiente si el resultado no revierte la pobreza y la desigualdad. Hay que planificar en forma minuciosa cómo desprecarizar los empleos, cómo devolverles su calidad, su estabilidad y su esencia como oportunidad de mejoría. La precariedad de los empleos es un reto de siempre que hay que atender con suma urgencia.