Circula en la Red (@ImpactoEterno) una reflexión del pedagogo español José Antonio Marina (1939) en torno de la poca capacidad argumental de las personas actualmente. Afirma, no sin razón, que las opiniones de hoy carecen de argumentos, entre otras razones, porque hemos perdido nuestra capacidad lectora, ya que estamos acostumbrándonos a mensajes muy cortos y a la pereza mental que relega al argumento a segundo plano. Aunque es una generalización y no estoy seguro de que la mayoría de las opiniones carezcan de argumentos, coincido en la pérdida de la capacidad lectora, la costumbre de leer mensajes muy cortos y la pereza mental que obra en contra de los argumentos como un rasgo predominante en entornos sociales varios.
Un argumento es, fundamentalmente, una manera de indagar la verdad; ¿de qué o de quién?: de una opinión. Para ser verídica, una opinión debe tener argumentos, en el entendido de que la verdad es un atributo que es útil para conocer la realidad; por ende, una opinión basada en falsedades, falacias o sofismas no puede contribuir a dilucidar un hecho, al contrario, puede enturbiar aún más el asunto tratado ya que lo expone a los enemigos del razonamiento lógico y desinteresado, como son el prejuicio y la mentira, cuyas intenciones van en contra de que otras personas se formen opiniones verdaderas… y respetables.
Aludo a la respetabilidad porque la naturaleza argumental también cuestiona nuestras propias creencias, y por ende a nuestra capacidad par reconocer cuando estamos equivocados, lo cual nos acerca a un ideal en el que la verdad es más importante que los egos de cada quién. Sin embargo, hoy parece que discutir es imponer una verdad propia, no por la vía del convencimiento, sino por la fuerza de los gritos y sombrerazos, de tal modo que la ridiculización y la exageración afloran en las discusiones. Una lástima, porque se prefiere postergar el tratamiento del fondo de los temas.
Hay diferentes hábitos al argumentar que pueden llegar a dificultar la exposición clara de los asuntos; uno de ellos es confundir las premisas con las conclusiones: pasar repitiendo afirmaciones sin realmente exponer razones de una idea; otro es no expresar lógicamente los argumentos, lo cual oscurece la conclusión y termina por no convencer a nadie; un tercer hábito consiste en no presentar premisas fiables, a partir de las cuales podamos sostener una conclusión, o no usar un lenguaje claro o específico para exponerlas. A menudo también involucramos efectismos emocionales al exponer argumentos, que en el momento pueden tener resultados favorables, pero que, una vez que pasan, debilitan las conclusiones; a ello se suma el empleo de términos ambiguos o polisémicos, sujetos a interpretaciones varias; es recomendable entonces definir de antemano los términos básicos de nuestra argumentación.
Mucho se puede bordar aún sobre el tema; mi propósito es hacer evidente que los malos hábitos al argumentar contribuyen también a su desprestigio. Volvamos la cara hacia discusiones donde los argumentos son lo más importante; ahí está el ejemplo de los verdaderos pensadores de nuestro tiempo, como los definió Guy Sorman (1944). La oportunidad está a la vista.