Diego del Río (1987) es un hombre entregado por completo a la escena: ha escrito y dirigido teatro, ha montado ópera, ya hizo cine. Su ópera prima Todo el silencio tuvo seis nominaciones al Ariel, ganó tres.
“Mi centro investigador tiene que ver con el trabajo actoral; además de director, también soy maestro de actuación. Esa es mi área de investigación profunda: el trabajo fino con el actor, la dirección actoral, la posibilidad de acompañar o detonar dispositivos escénicos y con la dirección puntual de cada uno de los intérpretes, con interpretaciones más complejas, más contradictorias, más humanas, que en su ambigüedad revelen más espacios y nos conecten con mirada y escucha del público”, expone Del Río.
Por casualidad dramática, la entrevista ocurre en el Día Mundial del Teatro, mientras una multitud hace fila afuera del foro La Gruta desde un par de horas antes de la función de Todos eran mis hijos, en la que Diego del Río dirige a Arcelia Ramírez y a su propio padre, Pepe del Río, que ahí ensaya su tenebroso papel de otro José, Joe Keller, el empresario culpable de la muerte de 21 jóvenes durante la Segunda Guerra Mundial. Diego del Río llega en bicicleta, así él se recicla entre escenarios capitalinos.
Al momento de la entrevista tiene en la cartelera teatral tres obras en sendos escenarios, con actores y actrices mexicanos de gran renombre: Un tranvía llamado deseo, de Tennessee Williams, en el teatro Salvador Novo del Centro Nacional de las Artes (Cenart), que regresa en mayo al Julio Castillo en el Centro Cultural del Bosque; Todos eran mis hijos, de Arthur Miller, en el foro La Gruta del Centro Cultural Helénico, para una tercera temporada; y Entonces la noche, de Martín Flores, en La Teatrería.
“Temáticamente, hay algo que rige la concepción de prácticamente todo mi trabajo. Diría que 70 por ciento de las cosas que me han interesado tienen que ver con espacios donde las relaciones son complejas, con obras de familias, de dinámicas que me invitan a la construcción de un pasado más que de una situación de inmediatez. También los temas de salud mental me interesan siempre, con situaciones donde la psique humana sea un elemento a mirar, a investigar y a profundizar”, apunta.
Con Adriana Llabrés y Ludwika Paleta como ganadoras del Ariel en 2024 en su primer filme, que se llevó el de Mejor ópera prima; con Marina de Tavira en su soberbia encarnación de Blanche DuBois; Arcelia Ramírez y Ana Quintero Guzmán como dos generaciones antagónicas en el drama de Miller, o con Diana Bracho, María Rojo, Ana Ofelia Murguía, Blanca Guerra, Marta Aura, Sophie Alexander-Katz, Naian González Norvind o Emma Dib en su repertorio de actrices, hay una pregunta obligada.
¿Tiene predilección por los personajes femeninos y por las actrices que los puedan encarnar?
Sí, hay una especie de iración por la expresividad que se ve más en ese ámbito interpretativo, en los instrumentos de actuación femeninos, en las actrices y en personajes expresivamente dramáticos. Esto no significa que no haya grandes personajes masculinos de enorme complejidad. En Todos eran mis hijos están el padre, el hijo, el hermano de Anne, George, y son muy complejos. Pero, hay algo que me interesa mucho en las actrices: me siento muy cómodo, muy conectado con mi lado femenino en la mirada de ciertos personajes y en la colaboración con actrices con quienes he podido profundizar en un lenguaje. También hay un profundo asombro por lo que la expresión puede lograr desde lo femenino.
¿Cómo se traduce eso en sus montajes y en el resto de los personajes?
Me gusta incorporar algo de ese universo femenino en la expresión de ciertos personajes. Por ejemplo, la vulnerabilidad de un personaje masculino, que a menudo no se refleja en la dramaturgia y a veces no se ite en la sociedad, pero eso no significa que no sea importante considerarla. No todos los actores pueden adentrarse en ese territorio, no todos los personajes son aptos para ello. Creo que tiene que ver con esa profunda vulnerabilidad. Claro, se expresa en muchos niveles, en muchos territorios. A mí la iración por estas actrices me emociona: me gustan, me inspiran, pienso en ellas, escribo cosas para ellas. Ahora mismo estoy trabajando en una obra de teatro para 2026 cuyas protagonistas serán María Rojo y Arcelia Ramírez, con quienes ya trabajé en varias puestas en escena. En cuanto entras a la traducción piensas en ver esas voces, en conocer esos instrumentos, en imaginar hasta dónde pueden llegar. Eso me estimula mucho. Y esta obra será el regreso de María Rojo al teatro.
Montó en Bellas Artes la ópera Juana sin cielo dedicada a otra María, María Katzarava. Ahora pasó al cine, con una película casi pensada para Adriana Llabrés, que también la produce. ¿Cómo enriqueció su trayectoria por los escenarios su preparación para hacer Todo el silencio?
El teatro ha sido mi casa, mi origen, mi principal desarrollo, mi ámbito de confianza; y lleve eso al territorio cinematográfico. El elenco de mi película, por ejemplo: excepto por Manuel, el actor sordo (que interpreta Moisés Melchor), todos los personajes de Todo el silencio, grandes, pequeños, cameos, son interpretados por actores y actrices con quienes he hecho teatro en estos 13 años que llevo. El plano secuencia como elemento narrativo, como lenguaje central en mi forma de filmar, también me hizo sentir muy cómodo porque es similar a la posibilidad de dirigir teatro. Me sentí muy cercano durante el rodaje a lo que siento, no en las temporadas, sino en ensayos, con la diferencia de que hay una cámara que lo graba todo. Siento que la transición del teatro al cine se ve mucho en la decisión del plano secuencia porque mi lógica siempre fue: si la escena se verifica en el set, se verifica en la película.
¿Qué no ha hecho usted con la escena? Ahorita tiene simultáneamente dos clásicos del realismo estadounidense: Todos eran mis hijos y Un tranvía llamado deseo. ¿Cómo mantener ese alto nivel?
Todavía hay algunos títulos que tengo ganas de hacer, algunas obras que tengo ilusión de montar, que tienen características que se comparten un poco con estas dos obras, en el sentido de la dimensión humana o de investigación. También quiero llevar a escena más textos que he escrito yo o filmar guiones originales míos. Me interesa mucho la génesis de la materia o de la idea y después encontrarle la forma en el trabajo colaborativo con los otros departamentos de la ficción, en este caso, el teatro. Ahorita también tuve el estreno de Entonces la noche en La Teatrería, una obra muy diferente, dramaturgia contemporánea de Martín Flores Cárdenas, que se sale un poco del esquema de estos dos grandes clásicos del realismo norteamericano, porque me gusta esa idea de irme también moviendo un poco de aguas, aunque, al mismo tiempo, lo siento todo como parte de una investigación personal.
¿Qué influye para “moverse de aguas”?
Hay otras cosas que aparecen de pronto, que son retos. Por ejemplo, esta ópera que hice en mayo de 2022, Juana sin cielo (Demestres), con la soprano María Katzarava. Ahí, más que el material, es la experiencia total de colaboración con un equipo, en un lenguaje diferente; con un material en donde la música reina como el eje dramatúrgico principal, además de la palabra. Me interesan siempre la música y el cuerpo, el trabajo del cuerpo, también; el trabajo de un cuerpo libre en escena, de un cuerpo que habita desprovisto. Si te das cuenta, casi todos mis montajes son prácticamente desnudos, hay muy pocos elementos (escenográficos). Están sólo los actores, prácticamente ellos y el ensamble.
La idea también de ensamble más allá de lo temático. Para mí, el placer de lo teatral, y de lo cinematográfico también, tiene que ver con la posibilidad de la conjunción o del engranaje de un ensamble, de un elenco, y de un equipo, de un crew, de un equipo de creadores, de un equipo de producción que entre en una misma sinergia para encontrar juntos el mismo rumbo. Aquí, en Todos eran mis hijos, esta idea también ya varias veces investigada por mí, de mantener todo el tiempo esta sensación de que están los actores en escena todo el tiempo o que hace una especie de lenguaje en donde el cardumen es prácticamente el eje también rector de la narrativa.
¿Qué ve cuando tiene enfrente a un actor o actriz y una obra que necesita un actor o una actriz?
Veo la posibilidad. Un actor que me convoca tiene un mundo interno particular, muy propio, una poética que es muy de esa persona. Me interesa, más que nombrar una serie de atributos que pueda llegar a tener un buen actor o una buena actriz, poder mirar en lo particular la potencia de alguien, decir: “Ah, mira, ella brilla en esa tesitura”. O: “No conoce esta otra tesitura y puede ser un elemento interesante”. Y juntos embarcarnos en esa navegación hacia un nuevo lugar, un nuevo color. Sin duda hay una parte personal también de afinidad, de afinidad íntima, porque es muy íntimo el desarrollo, que yo no veo como un trabajo, sino como una expresión conjunta. A veces pesa mucho para mí la posibilidad también de entender que con ese colaborador o esa colaboradora va a haber una disposición de encuentro, no de las efectividades a priori, sino que detonemos un lenguaje y a partir de él sea el material en donde sigamos investigando la pieza, para que ésta siga hablándonos.
¿Y más allá de encontrar a su actor o actriz?
Me interesa de una compañía, de un grupo, de una persona en específico, lo que significa para mí la palabra arte o ser artista, que tiene que ver con habitar el mundo desde un núcleo personal de investigación; después, con una sensibilidad muy especial para dejar ver cosas que no se dejarían ver de otra manera, porque nos defendemos mucho los seres humanos todo el tiempo, y el escenario desnuda todo el tiempo, es una invitación a desnudar eso. Y actores valientes, en ese sentido valientes, para probar de pronto los espacios contradictorios de la condición humana, más que en estos materiales, porque los autores desde ahí también habitaron su investigación y por eso textos como Un tranvía llamado deseo, Todos eran mis hijos o Entonces la noche tienen esa calidad compleja de uno, se siguen representando porque uno dice: Todavía no los hemos visto en toda su posibilidad. Quizás nunca lleguemos a eso. Por eso estos dramaturgos del siglo XX me interesan tanto como referentes para pensar quiénes somos los humanos, las personas. Y los microcosmos de las compañías, también.
¿Qué ve un hombre de teatro en personas, en la vida cotidiana? ¿Qué le reflejan a la escena?
Muchas veces lo que dicen los cuerpos, más allá de lo que a veces responden las palabras socialmente. El teatro es el espacio para que el cuerpo diga lo que no se dice en la primera capa de las cosas. Es lo que me gusta observar fuera, a veces uno hace esa tarea de estar mirando, es un ejercicio creativo, también está inventando, porque uno mira y uno significa lo que mira, aunque uno realmente no conozca a menos que se meta y profundice. En lo cotidiano, en lo expresivo, el cuerpo siempre revela muchísima información, que a veces habilita espacios de reacción. La vida es el maestro del teatro y el teatro se vuelve el elemento también para mirar, casi como identificador de elementos que luego etiquetamos, como cuando hablamos del complejo de Edipo en psicología.
Afuera, en la mirada cotidiana, el cuerpo es el que revela más, el que miente menos, el que dice más de quiénes somos como individuos o sociedad; y también en la diferencia, como en nuestra ciudad, que es muy rica en lo terrible y en lo maravilloso, en todas las tesituras de la experiencia humana. Lo sublime está en lo terrible y al revés, sin romantizar el horror; simplemente digo que la belleza y la poesía están en todas las historias y en todas las heridas. Hay que entender las cosas que nos indignan.
¿Qué es lo que más le gusta del teatro?
Las personas. El teatro a veces es también ese espacio de, con el pretexto de ver a un personaje, descubrir a una persona, una personalidad, por qué puede una persona llegar a ser de tal o cual forma. El mundo siempre es el espacio para nutrir una mirada, un punto de vista. Y a mí lo que más me gusta del teatro son las personas. Pero también pienso que el teatro puede tener una trampa: que la gente que hacemos teatro estemos enjaulados, en nuestros mismos círculos, y de pronto sólo hablamos de teatro, nos autorreferenciamos todo el tiempo. Y ahí el teatro comienza a volverse más pobre. El teatro tiene que nutrirse del mundo, y el mundo está adentro pero también afuera. La actuación también tiene que ver con la comprensión desde la mirada de la otredad, quién es, hacerse preguntas. El teatro es un arte que homenajea a las personas, su comportamiento, sus contradicciones, nuestro comportamiento y contradicciones. Y los que hacemos este trabajo tenemos que estar también en el mundo, y se olvida eso, parece obviedad, y uno puede sentirse cómodo con sus pares teatreros, creer que ahí está la vida.
Si Diego del Río fuera un personaje de teatro, ¿quién sería y por qué?
Estaría al nivel de Blanche DuBois (Un tranvía llamado deseo), especialmente en esa parte donde dice: “Quiero magia, no realismo”, esa área donde quiero sublimar la experiencia de la vida a un territorio más amplio. Pero, también Kostya (La gaviota, Chéjov), sin ese final que tuvo, no soy tan depresivo en el sentido de querer terminar con todo, porque realmente siento mucha pasión por continuar. Pero veo un compromiso en ese personaje de decir la verdad, de decir que no. Y reflexiono sobre esa preocupación. Y, por otro lado, siempre me encuentro con el gran cliché, que es el cliché de todos, porque es el más nombrado: Hamlet, simplemente por las preguntas. ¿Tomo el camino de pagar el precio para asumir la acción o permanezco impasible? Y esa es siempre la pregunta: ¿Lo hago o no?.
AQ