La moneda suspendida en el cielo; la única valiosa desde el inicio de los tiempos, extiende su valor en cada persona de esta tierra. Somos joyas de ojos rasgados, hundidos, almendrados o redondos; donde el color se regocija. El sol, moneda de arena en llamas, pule con su ardor cada amanecer. Nuestros pies lo buscan porque muestra todos los caminos, y en ese transitar sobre la tierra, suelo empedrado, banquetas y mármol, surgen las vías del pensamiento y su belleza, también su dolor. Él lo sabe, la vida de otras criaturas se expande en la oscuridad; así nos entregamos al descanso y el deseo que alarga sus manos en el sueño o en la realidad.
El mecanismo interno, la reflexión, construida bajo los rayos del sol, sostiene la libertad de una afirmación o de una reconsideración. Ese mismo sistema nos sacude. Deja heridas abiertas. Paradojalmente nos une a lo observado gracias a la ferocidad del método. Engranaje que nos conecta, desde su propio centro a otro sistema, el descubierto a través de una fisura por donde asoma la luz: la creación lírica. Nace por sí misma en un acto soberano. La reconocemos, se vuelve un suceso natural, por eso regresamos a él para afrontar la dureza del método necesario y vital. Nos ayuda a pensar en el procedimiento desde otras aristas. En la singularidad de estos hechos subyace la visión que surgirá del agotamiento entre fuerzas contrarias. Esa es la maravilla: nos descubrimos en el desplazamiento y su trayectoria. Viajo solo a través de mis sentidos, como diría el heterónimo de Fernando Pessoa, Álvaro de Campos, en su poema “Poesía III” de “Poemas de Álvaro de Campos I”.
No hay camino sin aspereza, lo sugiere Pablo Neruda en su poema iii: (…) lo cierto es que tembló la noche pavorosa,/el alba llenó todas las copas con su vino/ y el sol estableció su presencia celeste,/ mientras que el cruel amor me cercaba sin tregua/hasta que lacerándome con espadas y espinas/abrió en mi corazón un camino quemante. Condición de los amantes, de quien busca el conocimiento y la agudeza de la filosofía. Un camino que no termina, en él se reconoce el origen de lo real, se aleja de farsantes que roban las reflexiones de nuestras madres y padres, de saberes ancestrales, de pensadoras y astrónomos y los convierten en mercancía: son efectistas.
Somos todos los viajes de nuestras familias, sus andanzas se muestran si asomamos la cabeza a ese pozo de agua cristalina oculto bajo una roca, mientras pedazos de tierra se desprenden para luego escuchar la música de su caída sobre el cuerpo del agua, ahí percibimos el olor a humedad que nos acaricia el rostro. El pasado es eso: el reflejo de la mirada en el hielo o en el espejo líquido y ondulante que marcará nuestra memoria. El pasado también es edificación y arquitectura, es un tráiler enorme que en una recta estrecha nos da el paso, al hacerlo observamos sus dimensiones, su fuerza. Como el amor, es potencia ya emancipada que nos antecede.
Hay caminos andados en ellos la palabra se extiende delante de nosotros, desde la belleza que recuerda una herencia que nos ha modificado y trasciende. Es entonces que la oralidad resiste y envuelve la belleza que creímos adormecida. El poeta tsotsil Edgar Darinel García dice: (…) Amasé tu nombre con barro y hollín/ moldeé la deidad de tu semblante/ y la puse como sombra en el altar de una casa abandonada./ Quemé tu nombre sobre el fuego que galopa un augurio. El amor da luz a diosas y dioses, fabrica las extremidades del anhelo en formas hermosas e indomables que acompañan nuestras visiones.
Emma Rodríguez Palacios, Odikeh [pies que vuelan], mujer que forma parte de la Nación N’dee/N’ee/Ndé, escribe sobre uno de los rituales más importantes de su etnia más conocida por su nombre exónimo “apaches”: He ganado una segunda hija y mi hija ha ganado una hermana mayor. Dos familias se han vuelto una y en esta unión nuestro pueblo se fortalece al recuperar su ceremonia sagrada que por más de 100 años dejó de celebrarse de manera pública en territorio mexicano. La Ceremonia del Amanecer [Ish k’ąązh]. En tiempos antiguos, esta ceremonia tenía fines de supervivencia. Durante las guerras, familias enteras eran exterminadas y el dar o dejar en custodia a las jovencitas a otras familias, era la manera de salvaguardar el linaje. Hoy vivimos tiempos de paz y reconstrucción, pero nuestra unión sigue teniendo el mismo fin: prevalecer. Solo unidas y unidos podemos continuar con esta ardua pero amorosa tarea de recuperación cultural. La ceremonia ha traído a nuestra gente la medicina del perdón y de la unión y haber sido parte de esto me ha transformado profundamente. Desde la belleza y los efectos del sol y sus rostros de vida que les significan, ella y su etnia vuelven a su origen.
Las huellas en el camino que se recorren en silencio nos renuevan y definen. Son las pisadas quienes cobran fuerza en la oscuridad, con plena conciencia del ocultamiento del sol y de su deslumbrante afecto. La moneda ardiente nos concede un tiempo en soledad, en él descubrimos la sujeción a nuestro propio ser, aquella que permite el libre desplazamiento, la independencia y la verdad de nuestra piel.
AQ