Desde Robert Browning sabemos que todo puede ser contado no de una forma indiscutible sino de muchas —idea que aprovechó, primero, Ryunosuke Akutagawa y, después, con velocidad dramática, Akira Kurosawa en Rashōmon. En su gran composición El anillo y el libro (1868-1869), Browning narra un asesinato del siglo XVII ocurrido en Roma. El poema, ¿novela?, ¿película?, presenta, en una repetición avasallante, diez puntos de vista distintos, que van desde la opinión pública hasta el sentir del papa, pasando por el asesino y los asesinados. Diez certezas y diez realidades. ¿Cuál es la verdadera? ¿Qué visión nos permite ver con más claridad? La respuesta es sencilla y agobiante: todas y ninguna. Al desplegar la sintaxis poliédrica de la representación, Browning señaló el camino oscuro y complejo de la verdad moderna y la apreciación múltiple del mundo en una prefiguración inopinada del cubismo.
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Cuando miramos la exposición Politécnico Nacional de Gabriel Orozco, en el Museo Jumex, advertimos que debemos encontrar la perspectiva correcta para mirarla; entendemos que no deberíamos colocarnos en una cara equivocada del innumerable poliedro de las percepciones; sabemos que en el despliegue de su obra hay algo que no tiene que ver, por los menos de forma aparente, con las continuidades inconmensurables o las cumbres arquetípicas. Y nos damos cuenta —es fácil advertirlo—, que su invención alude muchas veces al bacín de Duchamp o al manubrio de Picasso. Todavía más: vislumbramos que su lenguaje habla con el léxico, en la jerga violenta, de la desvalorización, con el giro —no copernicano, sino nietzscheano— donde el bien y el mal, lo hermoso y lo feo, han perdido todo sentido y sólo queda una fisura, un hueco, la “Caja de zapatos vacía”.
Lo que parece claro, en la pirámide de las visiones, es que Orozco ha realizado el salto al sitio donde no hay punto de referencia, al lugar donde no hay comparaciones de largo plazo, al cosmos donde la armonía del círculo mágico y el círculo lógico ha sido abolida en favor de la arbitrariedad y ha llegado al espacio-tiempo, donde 2 más 2 suman 5, en una decisión tan enigmática y peligrosa como irreductible.
Sin embargo, y esto es lo sorprendente, también observamos en su obra ciertas regularidades típicas: la reflexión sobre la elipse y el acercamiento al carácter fractal y, al mismo tiempo, absoluto del ritmo y la repetición. Asimismo, constatamos una fuerte coherencia. A lo largo de su trayectoria, Orozco ha colocado en el centro de su creación, en términos de imagen, a la O, al cero, a la circunferencia como forma aglutinadora. En todas partes hay ruedas, discos enormes o galaxias mínimas (a lápiz o tinta, en fotografías o en materiales varios, hasta en muebles). Muchas de sus piezas a lo Duchamp son círculos; y buena parte de su geometría también son círculos.
Así, pues, podemos descubrir dos puntos de vista que me atrevería a decir están muy bien articulados: la justificación conceptual de cualquier aventura y, en contrapunto, una extraña reflexión sobre la sección áurea. A estas dos ópticas podríamos, muy bien, sumar la mirada de los críticos, a veces limitada —por aceptación o negación acríticas— y a veces, pocas, perspicaz. La obra misma de Orozco es un extraño poliedro de propósitos paradójicos.
AQ